jueves, 15 de diciembre de 2016

Historia y teología de la Navidad

Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños...

1. Introducción
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que conservan mayor repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas de la sociedad, impregnando todas sus dimensiones: recetas culinarias, adornos, belenes, obras de teatro, villancicos, películas de cine (tan numerosas, que han dado lugar a un género específico), actividades para niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa, por lo que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la contemplación orante del misterio.
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños ni una celebración periódica del misterio de la infancia. La Navidad es algo más profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la Navidad no es solo recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado en nuestra historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1), primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)». (Directorio, 106).
2.         El lugar de la Natividad
2.1       Belén
Es lícito suponer que las primeras manifestaciones de culto al misterio de la Natividad surgieran en el mismo lugar donde los evangelios la sitúan. Según la profecía de Miqueas, recogida por san Mateo, el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David (cf. Miq 5,1; Mt 2,6). Los evangelios no entran en detalles. San Mateo solo habla de la ciudad y san Lucas especifica que María «acostó [a su hijo] en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). La literatura cristiana ha desarrollado el simbolismo del pesebre, para subrayar la pobreza voluntariamente asumida por Cristo.
Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde nació Jesús. Con la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador Adriano, el año 135, ordenó plantar encima un bosque sagrado en honor de Adonis. Pero los creyentes locales nunca perdieron memoria del lugar. San Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición. Otros testimonios indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año 248 que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el pesebre en el que fue depositado».
Tal como narra Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, el año 326, santa Elena hizo construir una preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y conservando un acceso a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529, el emperador Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus reyes y la adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran. En la fachada se pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el arco gótico que la sustituyó en época cruzada y la pequeña puerta que se adaptó en siglos posteriores, para que los turcos no pudieran entrar a caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la necesaria humildad para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de Unamuno tiene una preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de Belén, que dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, / achícame, por piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar».
Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de Cristo. A partir de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de peregrinos a Tierra Santa influyó en la extensión de las fiestas que conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al regreso a sus lugares de origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían visto.
2.2       Evocación de Belén en Roma
También por influencia de los peregrinos, en muchos lugares se construyeron capillas en honor de Sancta Maria ad praesepium, donde se conmemoraba el nacimiento del Señor en la pobreza de Belén. En Roma se levantó una en el Esquilino, en la que se expuso un pesebre de madera. La tradición dice que es el pesebre de Belén, llevado a Roma por san Jerónimo. Algunos creen que fue llevado en tiempos del Papa Teodoro (s. VII) para librarlo de la profanación de los sarracenos y otros por los cruzados (s. XII).
El Papa Liberio († 366) la incorporó dentro de una Basílica en honor de santa María de las nieves. Después del concilio de Éfeso (431), Sixto III la reedificó, llamándola de santa María la Mayor. De esa época son los mosaicos que decoran el arco triunfal, con escenas de la vida de la Virgen y de la infancia de Cristo. Con el pasar del tiempo, se convirtió en la iglesia de Navidad en Roma. Nicolás IV (Papa franciscano † 1292) encargó los mosaicos del ábside y de la fachada, así como las figuras del Belén, obra de Arnolfo di Cambio, que se conserva en el museo de la Basílica y que es el primero conocido de esculturas exentas.
Los mosaicos colocados a ambos lados de la nave central recuerdan la historia de la humanidad como una gran procesión hacia el Redentor, cuyo nacimiento debería estar representado en el centro del arco triunfal. Sin embargo, en su lugar se encuentra solo un trono vacío. De este modo, la procesión de la historia se ve arrastrada hacia abajo, donde hay una cripta con la cuna de Belén. El trono se halla vacío porque el Señor ha descendido al establo, para estar con los hombres.
3.         Origen de las fiestas navideñas
La celebración de Navidad el 25 de diciembre está documentada en Roma en el cronógrafo del 354, compuesto el año 336. Varios datos permiten suponer que la fiesta es más antigua, incluso anterior a la paz de Constantino. Por su parte, la Epifanía es de origen oriental, como su nombre indica. Está documentada desde el s. II entre los basilidianos gnósticos de Alejandría, que conmemoraban el bautismo del Señor. A lo largo del s. IV la asumieron casi todas las iglesias orientales, con diversos contenidos: nacimiento de Jesús, adoración de los Magos, bautismo en el Jordán y milagro de Caná, principalmente. Pronto se produjo un intercambio entre ambas fiestas y se introdujo la Navidad en Oriente y la Epifanía en Occidente, respetándose las fechas originales de ambas y celebrándolas como dos momentos del mismo misterio.
Los latinos usaron el nombre de Natalis Domini para su fiesta del 25 de diciembre. En ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente asumida por Cristo al tomar nuestra condición (la apparitio Domini in carne). Los griegos, por su parte, usaron los nombres de Epifanía y Teofanía para su fiesta del 6 de enero. En ella subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su divinidad en distintos acontecimientos.
Varias realidades coincidieron en el surgimiento de la Navidad: las saturnales, los cultos de Mitra, la fiesta del Natalis (Solis) Invicti, la teología simbólica de los Padres y la oposición a las primeras herejías cristológicas. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre cuál fue la más influyente en este proceso.
3.1       Las saturnales
Eran fiestas romanas en honor del dios Saturno (el Chronos griego). Comenzaban el 17 del décimo mes (diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el que podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se suavizaban las obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a comer en la mesa de sus señores y recibían regalos. Ya que las fiestas obligaban a todos y los cristianos eran minoría, éstos pudieron aprovechar la ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de la esclavitud, regala su propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en su alimento (al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos).
3.2       Los cultos mistéricos de Mitra
El 25 de diciembre celebraban su nacimiento de una roca, en una cueva, con una antorcha encendida en una mano. Inmediatamente fue adorado por unos pastores. Con el tiempo, Mitra fue identificado con el sol y llamado Deus Sol Invictus Mitra. Casi no se conservan textos de esta religión. Solo restos arqueológicos y referencias de los Santos Padres de la Iglesia, por lo que cualquier conjetura al respecto es difícil de demostrar, a pesar de los numerosos libros y artículos que se publican dando por supuesto lo contrario.
3.3       Los cultos solares
Más clara parece la relación del Natalis (Solis) Invicti en el surgir de la Navidad. En esto coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de invierno, los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol, especialmente en su templo del Campo Marzio en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De hecho, en el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son cada vez más cortos y fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la tendencia se invierte, las horas de luz van creciendo y los rayos del sol ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas que los días. En la parte occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se celebraba el 25 de diciembre.
Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas hacían guerra al Sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La noche previa al solsticio, parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo poder y que la pervivencia del sol (y con él, de la vida) estaba en peligro. Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las puertas de sus casas y junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las tinieblas. Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía victorioso un año más. La fiesta, llamada Natalis (Solis) Invicti, continuaba con intercambios de regalos, comilonas y borracheras.
Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno († 461) denuncia a los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en Navidad: «Antes de pisar la basílica de san Pedro […], suben las escaleras que llevan a lo alto de la plaza, vuelven allí su cuerpo hacia el sol naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante disco» (Sermón 27 in nativitatem). Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible con la participación en la misa. Se conservan varios testimonios de los Santos Padres que condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a los cristianos a meditar la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna, como verdaderas prácticas de Navidad. San Agustín contrapone los regalos, fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a las limosnas, oraciones y ayunos de los cristianos (Sermón 198,2). San Gregorio Nacianceno insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […]. Nosotros debemos gozar con la Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta de hoy» (Sermón 38,4-6).
Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio. Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico. Con motivo de su ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el uso de calendarios diversos, celebraban el solsticio el 6 de enero, como testimonia san Epifanio de Salamina, a mediados del s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero, los idólatras griegos celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia, los alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a alargarse y la luz del sol brilla durante más tiempo».
Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios litúrgicos más antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la missa ad prohibendum ab idolis, es decir: misa para apartar a los fieles del culto a los ídolos. Los primeros cristianos transformaron lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta convertirlas en fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres, tomando del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la luz y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen referencia al frío del invierno, para indicar el sufrimiento libremente asumido por Cristo.
3.4       Simbolismo cósmico e historia
El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la dimensión cósmica de nuestra fe, pero los contenidos de la Navidad no se explican únicamente a partir de esas referencias, ni mucho menos a partir de las antiguas fiestas paganas en honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a comprender el acontecimiento histórico de la encarnación, pero nunca puede suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos intemporales, sino en la manifestación de Dios en la historia. Lo novedoso del cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia, se ha dejado ver, oír y tocar (cf. 1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al mundo para salvar a los hombres del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas de la manifestación de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos del hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de la Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la estación invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los condicionamientos geográficos o culturales. La liturgia hace referencias a los ciclos de la naturaleza, pero solo por su relación con los episodios históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de interpretación de toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado por medio de Él y para Él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la naturaleza) encuentra su sentido último en Él.
3.5       La teología simbólica de los Padres
Éste es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones de la teología simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta. Según una tradición judía, recogida por san Agustín y otros autores, Dios creó a Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera e inicio del año hebreo, que coincidía con la Pascua según Ex 12,2). En la misma fecha habrían tenido lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que también en esa fecha se esperaba la manifestación del Mesías, como se puede ver en el tratado hebreo de Rosh Hashanah: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua nacieron los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitud de nuestros padres en Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura».
Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición judía son muy importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia de la salvación, en la que la creación, la alianza y la redención final son distintas etapas del eterno proyecto de Dios. De hecho, hasta el presente, los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la de la creación, la de la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura venida del Mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación la creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos autores hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la muerte, situando el nacimiento nueve meses después.
Los Padres también ponen en relación el nacimiento de Cristo, en el solsticio de invierno, con el nacimiento de san Juan Bautista, en el solsticio de verano, ya que entre ambas fechas se dan los seis meses de diferencia que señala san Lucas (1,26). Así, Juan Bautista habría sido concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Por su parte, Jesús habría sido concebido en el equinoccio de primavera y nacido en el solsticio de invierno. De esta manera queda subrayado el simbolismo de Cristo, luz del mundo. San Agustín, comentando la frase del Bautista «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), hace notar el significado místico del texto, que se cumple al nacer san Juan en el momento en que los días disminuyen y Jesús cuando los días comienzan a alargar, dando a entender que la misión del Bautista habría de terminar cuando comenzara la del Señor. De esta manera, los Padres interpretaban que Cristo da sentido a toda la Creación (cf. Col 2,10).
Posiblemente, éstas no sean explicaciones históricas fiables sobre la fecha del nacimiento de Cristo, pero tuvieron gran importancia en la elección del 25 de diciembre para celebrar la Navidad. Además, ayudan a comprender el sentido que la Iglesia primitiva daba a esta fiesta. También recuerdan que el nacimiento del Señor está en referencia con su muerte y resurrección, de la que alcanza su sentido último. Ratzinger siempre defendió esta postura en sus escritos, como puede verse aquí: «El punto de partida para la fijación de la fecha del nacimiento de Cristo lo constituye, sorprendentemente, la fecha del 25 de marzo […]. Hoy resultan insostenibles las antiguas teorías según las cuales el 25 de diciembre había surgido en Roma en contraposición al culto de Mitra, o también como reacción cristiana ante el culto del sol invicto, promovido por los emperadores romanos del s. III como intento de crear una nueva religión imperial. Lo más decisivo fue la relación existente entre la creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo […]. Partiendo de este contenido, originalmente cósmico, de la fecha de la concepción y nacimiento de Jesús, el desafío del culto al sol pudo ser aceptado e incluido de forma positiva en la teología de la fiesta» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 147-149).
Una vez elegido Pontífice ha conservado la opinión, enriqueciéndola de nuevas referencias: «El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra. En la cristiandad, la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del Sol invictus, el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado» (Audiencia General, 23-12-2009).
3.6       Las primitivas herejías cristológicas
Finalmente, no podemos olvidar el surgimiento de las primeras herejías cristológicas y la oposición de la Iglesia a las mismas, por medio de sus concilios y de su liturgia. Para algunos, ésta sería la causa principal del surgimiento de la Navidad. Otros no la consideran su origen, pero sí el motivo de su rápida difusión. Lo que está claro es que la profundización de la fe en los escritos de los Padres, y su definición en los concilios, influyó definitivamente en los textos litúrgicos.
Con la celebración de la manifestación del Hijo de Dios en la carne, se subrayaba el realismo de la encarnación, en la que se realiza el eterno proyecto de salvación, que se revelará plenamente solo en la muerte y resurrección del Señor. De hecho, la finalidad principal de la Navidad no es tanto conmemorar el aniversario del nacimiento de Cristo cuanto celebrar que el Verbo se ha hecho carne para salvar a los hombres.
4.         Primeras reflexiones sobre la encarnación
4.1       Época apostólica
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como Kyrios (traducción del Adonai hebreo, forma de nombrar a Dios en la versión griega de la Biblia). No ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos, profundizando en la verdad revelada.
Ya en el s. I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso fueron llamados docetas. Los apóstoles reaccionaron con energía contra estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo (cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3).
La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss). Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos de Dios ha asumido nuestra sarx, nuestra realidad concreta, débil y limitada.
También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en Él, les hace hijos de Dios (cf. Jn 1,12ss).
Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el Evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia, aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero también como clave de comprensión.
4.2       Época patrística
Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de Jesús había sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II surgió el adopcionismo, que sostenía que Cristo (el Hijo eterno de Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre histórico y concreto) y se había aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando fue bautizado en el Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el cuerpo humano de Jesús, que abandonó en el momento en que éste fue crucificado. En resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero el que nació de María y murió en la Cruz fue el hombre Jesús.
Por el contrario, viendo en la encarnación el fundamento de la redención, los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Por eso confiesan unánimes que Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios, nacido de María Virgen. Él, asumiendo nuestra condición, vivió una vida en todo igual a la nuestra (excepto en el pecado), sin dejar de ser Dios. Lo recuerda Melitón de Sardes († 180 ca.) en su homilía pascual, donde pone en relación la encarnación y la Pascua, al afirmar que el Hijo de Dios vino del cielo a la tierra en beneficio de los hombres, para salvarlos de la situación doliente en que los había dejado el pecado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro». Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición […]. Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento». San Atanasio († 373) insiste en el realismo de la encarnación, en clara polémica con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro […]. Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de Él ha conseguido la salvación el hombre entero […]. El cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro».
San Gregorio Nacianceno († 389) lo desarrolla con firmeza, uniendo de nuevo la encarnación y la pasión como dos momentos de una misma obra salvadora: «Él asume mi carne para dar la salvación al alma creada a su imagen y para dar la inmortalidad a la carne […]. Tuvimos necesidad de que Dios asumiera nuestra carne y muriera, para que nosotros pudiéramos vivir». San Agustín († 430) expone la misma fe en diálogo con el lector: «Estarías muerto para siempre si Él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca habrías sido librado de la carne del pecado si Él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Nunca habrías vuelto a la vida si Él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte». Se pueden encontrar textos similares en todos los Padres. La liturgia recoge varios.
Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez negaba la plena divinidad de Jesucristo: el arrianismo. Según Arrio († 336), el Verbo sería la primera y más excelsa criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se encarnó en el vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a llamar Theotokos a María, porque la consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios.
Todas estas desviaciones tienen un origen común: querer asimilar el misterio de Jesús a los mitos paganos sobre semidioses, originados por la unión entre una divinidad y un ser humano, dando lugar a seres medio humanos y medio divinos. Por el contrario, los Padres (siguiendo la enseñanza bíblica) afirman unánimemente que Jesucristo es totalmente Dios y totalmente hombre, su ser Dios no quita nada a su ser hombre. Esto no tiene nada que ver con los mitos paganos de semidioses generados por la divinidad.
4.3       Los primeros concilios de la Iglesia
Se convocaron para responder a esas doctrinas y otras similares, explicando la fe apostólica y las enseñanzas de los Santos Padres. Los Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451) fijaron con claridad la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de la misma naturaleza que el Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad, engendrado antes del tiempo por el Padre y nacido en el tiempo de la Virgen María. No dos personas distintas, sino una sola persona, con dos naturalezas (la humana y la divina).
El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo niceno-constantinopolitano, el Credo que une a todos los cristianos en la confesión de la divinidad y de la humanidad de Jesucristo. La formulación del Credo no surgió como una novedad. Al contrario, fue el esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe cristiana en la encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)» (Catecismo 463).
Como es natural, las clarificaciones de la doctrina sobre la encarnación influyeron en la evolución de la liturgia de la Iglesia y en los textos celebrativos de la Navidad, así como en la rápida difusión de la fiesta en todas las Iglesias locales. Además del Credo, la liturgia conserva hasta el presente numerosos textos que confiesan la fe católica, tal como se formuló en los primeros concilios. De especial belleza es el prefacio II de Navidad: «Cristo, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado».

AUTOR: P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD