jueves, 4 de agosto de 2016

Bien común

Los principios de reflexión de la Doctrina Social de la Iglesia, en cuanto leyes que regulan la vida social, no son independientes del reconocimiento de los bienes fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana. Estos bienes o valores (La palabra bien tiene un sentido objetivo y universal, en tanto que el términovalor posee un carácter más subjetivo) son principalmente: la verdad, la libertad, la justicia, la solidaridad, la paz y la caridad. Vivir estos valores es el camino seguro no sólo para el perfeccionamiento personal sino también para lograr un auténtico humanismo y una nueva convivencia social. A ellos, pues, es preciso referirse para realizar las reformas substanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales y tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones. Estos principios constituyen los verdaderos fundamentos de una nueva sociedad más digna del hombre. Aun reconociendo la autonomía de las realidades temporales (Cfr. GS, n. 36), las leyes descubiertas y aplicadas por el hombre en la vida social no garantizan por sí mismas, mecánicamente, el bien de todos. Se deben aplicar bajo la dirección de los valores que se derivan del concepto de la dignidad de la persona humana (Cfr. PT: AAS 55 (1963) 259). Todos estos valores manifiestan la prioridad de la ética sobre la técnica, la primacía de la persona sobre las cosas y la superioridad del espíritu sobre la materia (Cfr. RH, n. 16). Los valores, sin embargo, entran frecuentemente en conflicto con situaciones en las que son negados directa o indirectamente. En tales casos, el hombre se encuentra en la dificultad de acatarlos de modo coherente y simultáneo. Por esta razón es todavía más necesario el discernimiento en las decisiones que han de tomarse en las diversas circunstancias a la luz de los valores fundamentales. Este es el modo de practicar la auténtica “sabiduría” que la Iglesia pide a los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad en el compromiso social (Cfr. PT: AAS 55 (1963) 265 ss; JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980)12: AAS 72 (1980) 1215; LC, n. 3, 4, 26, 57: AAS 79 (1987) 556 ss. 564 ss. 578).

Para muchos autores (Cfr. J.L.GUTIERREZ GARCIA, Conceptos fundamentales en la Doctrina Social de la Iglesia, Cent. Est. Soc. Valle de los Caídos (Madrid 1971); J.M.AUBERT, Moral social para nuestro tiempo, Herder (Barcelona 1973)) el principio del Bien Común es la clave de la doctrina social de la Iglesia; subordinado a dos realidades: una trascendente y mediata, Dios; otra inmanente e inmediata, la persona humana. Si la dignidad de la persona humana es el centro de las enseñanzas, este principio es el gozne sobre el que gira la concepción de la vida social del hombre.
A Naturaleza (Lectura: GS Parte 1ª, cap. 2, parr. 26; PT, n. 53-39; Documento de Puebla, parr. 317; CIC, n. 1905-1912))

“Por Bien Común se ha de entender el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección. […] afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aun por la de aquellos que ejercen la autoridad” (CIC, n. 1906; cfr. GS, n. 26,1; 74, 1; cfr. MM, n.65; cf. PIO XII, Radiomensaje Navidad 1942 Con sempre nuova (24-XII-1942): AAS 35 (1943) 13).
-conjunto de condiciones de la vida social: estructuras, libertad, orden, seguridad, educación, empleo, salud (perfeccionamiento físico y espiritual), justicia, familia, vivienda, religión (el hombre tiene una dimensión sobrenatural que es preciso desarrollar);
-asociaciones y cada uno de sus miembros: integrantes de la sociedad agrupados o individualmente;

-logro de su propia perfección: plenitud de las potencias.
Comporta tres elementos esenciales:

Respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del Bien Común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el Bien Común reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables para el desarrollo de la vocación humana: “derecho a actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa” (GS 26, 2)” (CIC, n. 1907);

Bienestar social y desarrollo del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales. Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del Bien Común, entre los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho a fundar una familia, etc. (Cfr. GS 26, 1)” (CIC, n. 1908);

3 Implica “paz”, es decir, estabilidad y seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad garantiza por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros. El Bien Común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva (CIC, n. 1909).

En definitiva son cuatro los elementos que constituyen el Bien Común: 1.- Las condiciones sociales de paz, justicia y libertad; 2.- Un conjunto de bienes materiales, educativos, religiosos; 3.- Equidad en el reparto de esos bienes; y 4.- Una adecuada organización social.

Características del Bien Común

Es objetivo

Es uno de los principios que rigen la vida social que es preciso tener siempre presente. Es también uno de los conceptos más desgastados y ambiguos, pues se lo confunde con bienestar, o calidad de vida -visión ampliada del bienestar-. Pero estos conceptos centran el fin de la sociedad en el individuo autónomo y nada tienen que ver con el concepto de Bien Común.

Deriva de la naturaleza humana

El concepto de Bien Común “está íntimamente ligado a la naturaleza humana. Por ello no se puede mantener su total integridad más que en el supuesto de que, atendiendo a la íntima naturaleza y efectividad del mismo, se tenga siempre en cuenta el concepto de la persona humana” (PT, n. 55).

No es la suma de los bienes individuales, tampoco la sociedad es la mera suma de los individuos. La sociedad es necesaria para que la persona se realice como tal, y debe presentar una serie de condiciones que hagan posible el desarrollo simultáneo de la persona y de ella misma, hacia la perfección que se dará histórica y culturalmente. No hablamos aquí de unas condiciones mínimas de desarrollo, ni de algo necesariamente material (aunque lo material forma parte de la “integridad” del desarrollo humano). Hablamos de condiciones de posibilidad.

Redunda en provecho de todos

“El Bien Común está siempre orientado hacia el progreso de las personas: ‘el orden social y su progreso deben subordinarse al bien de las personas y no al contrario’ [...]. Este orden tiene por base la verdad, se edifica en la justicia, es vivificado por el amor” (CIC, n. 1906-9 y 1912).

En cuanto a la subordinación a las exigencias del Bien Común, las personas “deben proceder necesariamente sin quebranto alguno del orden moral y del derecho establecido, procurando armonizar sus derechos y sus intereses con los derechos y los intereses de las demás categorías económicas profesionales, y subordinar los unos y los otros a las exigencias del Bien Común” (MM, n. 147), “aunque en grados diversos, según las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano. Por este motivo, los gobernantes han de orientar sus esfuerzos a que el Bien Común redunde en provecho de todos, sin preferencia alguna por persona o grupo social determinado [...]. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de unos pocos, porque está constituida para el Bien Común de todos. Sin embargo, razones de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que pueden hallarse en condiciones de inferioridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses” (PT, n. 56). “Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos” (GS, n. 26).

“La persona [...] se ordena al Bien Común, porque la sociedad, a su vez, está ordenada a la persona y a su bien, estando ambas subordinadas al bien supremo, que es Dios” (IBÁÑEZ LANGLOIS, JOSÉ MIGUEL, o.c., p. 86).

La sociedad se ordena a la persona, “en consecuencia, el bien de la persona está por encima (es la razón de ser) del Bien Común. Pero el hombre, como individuo, se ordena al Bien Común: el Bien Común está por encima del bien individual. El bien de la persona no se alcanza sino en su trascenderse en la búsqueda del Bien Común” (Ibídem.).

Sencillamente, no pueden oponerse Bien Común y bien de la persona: la persona que se cierra en su individualidad frustra su propio bien, a la par que frustra la posibilidad de la consecución del bien de los demás.

“El Bien Común de un grupo social es pues el fin común por el cual los integrantes de una sociedad se han constituido y relacionado en ella. Ese Bien Común tiene como característica distintiva el hecho de que por su propia naturaleza es esencialmente participable y comunicable a los integrantes del grupo social” (ZANOTTI GABRIEL, Economía de Mercado y Doctrina Social de la Iglesia, Edit El Belgrano, p. 22).

Abarca a todo el hombre

“Abarca a todo el hombre, es decir, tanto a las exigencias del cuerpo como a las del espíritu. De lo cual se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por las vías adecuadas y escalonadamente, de tal forma que, respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu” (PT, n. 57). “Abarca todo un conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección” (MM, n. 19).

El hombre, por tener un cuerpo y un alma inmortal, no puede satisfacer sus necesidades de un modo absoluto ni conseguir en esta vida mortal su perfecta felicidad. Esta es la razón por la cual el Bien Común debe procurarse por tales vías y con tales medios, que no sólo no pongan obstáculos a la salvación eterna del hombre, sino que, por el contrario, le ayuden a conseguirla (Cfr. PT, n. 59).

Obliga al Estado

“La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el Bien Común. De donde se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la naturaleza del propio Bien Común y ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas a la situación real de las circunstancias” (PT, n. 54).

Siendo superior al interés privado, es inseparable del bien de la persona humana, comprometiendo a los poderes públicos a reconocer, respetar, acomodar, tutelar y promover los derechos humanos y a hacer más fácil el cumplimiento de las respectivas obligaciones. Por consiguiente, la realización del Bien Común puede considerarse la razón misma de ser de los poderes públicos, los que están obligados a llevarlo a cabo en provecho de todos los ciudadanos y de todo hombre -considerado en su dimensión terrena-temporal y trascendente- respetando una justa jerarquía de valores, y los postulados de las circunstancias históricas (Cfr. PT: AAS 55 (1963) 272).

“Si toda comunidad humana posee un Bien Común que la configura en cuanto tal, la realización más completa de este Bien Común se verifica en la comunidad política. Corresponde al Estado defender y promover el Bien Común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias” (CIC, n. 1910).

Ha de ser considerado como un valor de servicio y de organización de la vida social, del nuevo orden de la convivencia humana. Pero no sólo el Estado debe aportar las condiciones, es tarea de todos.
Caben dos extremos:

-el Estado “providencia” que se encarga de todo, peca por exceso. Se busca el perfeccionamiento del hombre, pero éste ha de poner de su parte. Si el Estado impone las condiciones coarta la libertad individual.

-el Estado liberal en el que cada uno se ocupa de sí mismo, peca por defecto.

Obliga al ciudadano

“Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración personal al Bien Común. De donde se sigue la conclusión fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás, y deben enderezar sus prestaciones en bienes o servicios al fin que los gobernantes han establecido, según normas de justicia y respetando los procedimientos y límites fijados por el gobierno” (PT, n. 53).

Actualmente al no afrontarse con frecuencia los problemas sociales “según criterios de justicia y moralidad”, sino de acuerdo con criterios económicos e ideológicos, “se está perdiendo en la sociedad la capacidad de decidir según el Bien Común; y esto está provocando, en el individuo, una creciente incapacidad para encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del Bien Común” (CA, n. 47).

Principios morales del Bien Común

Bien particular y Bien Común no se contraponen

No puede haber contraposición entre el bien particular y el Bien Común. Este es un principio básico de la antropología que explica el ser del hombre en la singularidad del individuo y en la dimensión social de la persona.

El conflicto se presenta en la vida práctica cuando se trata de armonizar la esfera privada y la esfera pública o en los casos en los que entran en colisión los derechos personales con las exigencias de la sociedad. Cuando se presentan esos dos conflictos la solución no viene por la simplificación de anular una dimensión del hombre, sino por el esfuerzo de salvar las dos. Contraponer bien particular - bien público es optar por una antropología insuficiente y es poner los cimientos de un desorden social. Esta afirmación no va en contra de la disputa acerca de la primacía del Bien Común, puesto que es una discusión en el terreno teórico. Aún en esos casos no debe haber contraposición, puesto que incluso el Bien Común debe respetar la ley natural que rige la conducta singular del individuo.

Aunque es importante que se reconozcan los derechos individuales, no debemos hacerlo a expensas del equilibrio que se debe alcanzar entre los derechos individuales y los derechos de todos a vivir juntos en comunidad. Si pensamos en el equilibrio como en una balanza, debemos sopesar igualmente los derechos individuales y los derechos de toda la comunidad.

Tenemos leyes de tráfico no porque un individuo tenga derecho a conducir lo más rápidamente posible sino porque, si no se reglamentan los derechos de los individuos, las carreteras serían un caos, por no decir una catástrofe. Por consenso común, hemos convenido parar cuando el semáforo está en rojo y permitir que el tráfico se mueva cuando está en verde.
Renunciamos en cierto sentido al ejercicio de un derecho individual para que se puedan ejercitar los derechos de todos en armonía y paz.

Igualdad de los particulares ante el Bien Común

Los ciudadanos situados en el mismo plano, no pueden ser privilegiados frente a otros, ante el Bien Común y en la misma escala de valores. Este principio condena el tráfico de influencias y mantiene la igualdad de todos los ciudadanos ante a ley. "Los partidos políticos deben promover todo lo que crean que es necesario para el Bien Común; pero nunca es lícito anteponer el propio interés al Bien Común"( GS, n. 75).

Limitaciones de los derechos de los ciudadanos ante las demandas del Bien Común

No confundir el Bien Común con un bien colectivo, puesto que el primero mira por igual al individuo que a la colectividad, pero en ocasiones el Bien Común demanda que el bien particular, ceda ante las exigencias de la colectividad. "Quedando siempre a salvo los derechos primarios y fundamentales, como el de la propiedad, algunas veces el Bien Común impone restricciones a estos derechos" (Pío XI, Firmissimam constantiam, n. 22). En este último caso el propietario debe ser recompensado convenientemente.

El trazado de una carretera puede exigir la expropiación de terrenos particulares.

Gradualidad en la aplicación del Bien Común

Debe redundar en beneficio del conjunto de los ciudadanos, pero no del mismo modo ni en el mismo grado. Han de ser beneficiados los más débiles y los más necesitados. Un trato por igual puede comportar una grave injusticia. Cierto igualitarismo social puede comportar una injusticia social generalizada.

El Bien Común abarca a todo el hombre

No se concreta sólo en los bienes económicos, sino en la riqueza de la persona, las necesidades de la familia y en el bien de las sociedades intermedias.
Ante el Bien Común se distinguen:

-Necesidades más urgentes: bienes de subsistencia física (Vivienda)

-Necesidades más importantes: educación, valores éticos o religiosos, protección de la familia. Aunque las necesidades urgentes deben ser atendidas pronto, no deben hacer olvidar las verdaderamente importantes. Se debe hacer esto sin omitir aquello.

Valores concretos que integran el Bien Común

Cada autor cataloga estos bienes según la propia ideología, además, cada época demanda nuevas concreciones conforme a las necesidades que se suscitan. Se citan los siguientes:

Defensa y protección del territorio propio, uso de la lengua, justa regulación jurídica, la independencia de la justicia del poder legislativo, la enseñanza, los servicios públicos (transporte, vivienda, asistencia sanitaria, comercio, agua potable, energía eléctrica, etc.); la atención garantizada en la enfermedad, viudez, vejez, desempleo; regulación justa en el campo laboral (deberes y derechos de empresarios y trabajadores), defensa de los derechos ciudadanos, exigencia jurídica respecto al cumplimiento de los respectivos deberes, defensa de la libertad personal y de las libertades sociales, protección de la moralidad pública, protección del medio ambiente, previsión de los bienes de consumo y regulación del intercambio comercial, garantías jurídicas de protección a la libertad de las conciencias, de religión y de culto, armonía y conjunción entre las diversas clases sociales y profesionales, vigilancia sobre el recto funcionamiento de los poderes del Estado, etc.

Por último, una función genérica que no es menor, es la educación cívica a todos los niveles: cultura, preparación técnica laboral de los trabajadores, atención al arte, oferta para el ocio y descanso, etc.

El Bien Común debe respetar la ley natural

Nunca puede pasarse la frontera que fija la ley natural. Si el Bien Común está íntimamente ligado a la naturaleza humana es lógico que en su obtención se sigan los dictámenes de la ley que rige esa naturaleza.

La tolerancia en el gobierno de un pueblo tiene sus límites. El gobernante en ocasiones no puede legislar mejor, pero tampoco puede hacerlo permitiendo que se quebrante la ley natural. "El Bien Común no se mantiene en su verdadera naturaleza si no respeta aquello que es superior a él, si no está subordinado […] al orden de los bienes eternos y a los valores supratemporales de los que depende la vida humana. [...]. Me refiero a la ley natural y a las reglas de la justicia y a las exigencias del amor fraterno… a la vida del espíritu… a la dignidad inmaterial de la verdad… y a la dignidad inmaterial de la belleza… Si la sociedad humana intenta desconocer esta subordinación y, en consecuencia, erigirse ella en bien supremo, pervierte automáticamente su naturaleza y la naturaleza del Bien Común, y destruye ese mismo bien" (J. Maritain, La persona y el Bien Común, Club de Lectores (Buenos Aires 1968), p.69-70).

El Bien Común y el bien posible

Salvados los principios de la ley natural, los documentos del Magisterio recuerdan que "la prudencia es la virtud del príncipe". El legislador también puede encontrarse en la obligación de buscar el bien posible al legislar. "Un político cristiano no puede - hoy menos que nunca - aumentar las tensiones sociales internas, dramatizándolas, descuidando lo positivo y dejando perderse la recta visión de lo racionalmente posible" (Pío XII, Il popolo, 21).

El relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea pone con frecuencia a los políticos ante difíciles problemas de conciencia. “Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. […]. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública” (Juan Pablo II, Enc. Evangelium vital, n. 73).

El Bien Común internacional

Durante mucho tiempo, al hablar de Bien Común se pensaba sobre todo en una sociedad concreta, acotada a los límites de una nacionalidad, de un territorio, de una comunidad política particular o en una comunidad de cualquier otro tipo. Poco a poco, debido al incremento de la interdependencia internacional se lo considera, no sólo en el plano económico, sino también cultural, educativo, de comunicaciones, etc. La Doctrina Social de la Iglesia habla con insistencia del “Bien Común de la humanidad”, dando lugar así a una moral social internacional. Pero no se trata de una absoluta novedad, sino de la aplicación de los mismos principios de siempre.

“La paz y la prosperidad son bienes que pertenecen a todo el género humano, de manera que no es posible gozar de ellos correcta y duraderamente si son obtenidos y mantenidos en perjuicio de otros pueblos y naciones, violando sus derechos o excluyéndolos de las fuentes del bienestar” (CA, n. 27).

“Así como no se puede juzgar del Bien Común de una nación sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del Bien Común general; por lo que la autoridad pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede realizarla la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor facilidad” (PT, n. 139).

“Son exigencias del Bien Común internacional: evitar toda forma de competencia desleal entre los diversos países en materia de expansión económica; favorecer la concordia y la colaboración amistosa y eficaz entre las distintas economías nacionales y, por último, cooperar eficazmente al desarrollo económico de las comunidades políticas más pobres” (MM, n. 79-80).

Dignidad de la persona y participación en el Bien Común de la humanidad

“Por encima de la lógica de los intercambios [...] existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y participar activamente en el Bien Común de la humanidad” (CA, n. 34).

“Las interdependencias humanas se intensifican. Se extienden poco a poco a toda la tierra. La unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad natural, implica un Bien Común universal. Este requiere una organización de la comunidad de naciones capaz de “proveer a las diferentes necesidades de los hombres, tanto en los campos de la vida social a los que pertenecen, la alimentación, la salud, la educación, como en no pocas situaciones particulares que pueden surgir en algunas partes, como son socorrer en sus sufrimientos a los refugiados dispersos por todo el mundo o de ayudar a los emigrantes y a sus familias” (GS 84, 2)” (CIC, n. 1911).

Interpretación del Bien Común según las ideologías modernas

Según las ideologías el Bien Común tiene interpretaciones diferentes. Al ser cada persona una realidad única e irrepetible pero naturalmente abierta y en comunicación con los demás, los modelos de organización social que exaltan desaforadamente al individuo aislado o a la colectividad son contrarios a la concepción cristiana de la vida social. El individualismo considera la sociedad como un conjunto de sujetos asociados por pura conveniencia pragmática o por mera necesidad: cada uno trata de conseguir su propio interés sin preocuparse del bien de los demás. En el colectivismo, la persona queda absorbida por la sociedad; lo importante es el cuerpo social a menudo identificado con el Estado , mientras que los individuos singulares quedan reducidos a la categoría de medios para alcanzar ese fin: son una "pieza" en el engranaje de la máquina estatal (CA, n. 15). Tanto las concepciones colectivistas como individualistas manejan el concepto de Bien Común, pero para unas sólo será una mera suma de los bienes individuales, mientras que para otras será el bien de una sociedad hipostasiada, personalizada, entendida como una sustancia autónoma.

Los sistemas políticos y económicos colectivistas consideran el Bien Común como la suma de los valores sociales para el servicio de la comunidad. El individuo queda supeditado al fin de la sociedad, se identifica el Bien Común con el bien social. El error de los socialismos históricos es entender el Bien Común como la suma de los bienes particulares. No se trata de hacer el Bien Común eliminando los bienes individuales para alcanzar una suma acumulativa que luego se reparta entre todos los ciudadanos. La concepción colectivista del Bien Común es injusta, dado que tal igualitarismo es contrario a la justicia que demanda que se dé a cada uno lo que le pertenece.

La ideología liberal profesa rectamente la prioridad del individuo sobre la sociedad y el Estado, pero descuida la atención a las condiciones sociales. En una sociedad en la que impera el interés del individuo, se imponen los intereses egoístas del más fuerte y se descuida el bien social. Contra el liberalismo es preciso afirmar que el Bien Común tiene carácter supraindividual, es un bien social en sí mismo. El Bien Común no es lo que resta en el reparto general. Es el bien de toda la sociedad: el conjunto social se orienta a un bien general, que ha de ser compartido por todos y cada uno de los individuos. La sociedad humana es una sociedad de personas. El Bien Común es pues el bien del todo, al cual contribuye cada uno de los individuos y en consecuencia de él participan todos. Se requiere que la participación en el Bien Común sea justa. El dinamismo del Bien Común de un pueblo viene regido por la Cooperación común y el Reparto proporcional.

El Magisterio de la Iglesia ha puesto de manifiesto que la raíz de estos dos errores es de carácter antropológico, pues ambos nacen de una concepción errónea de la naturaleza del hombre.

El llamado "socialismo real" considera a todo hombre como un simple elemento y una molécula del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma, de su responsabilidad asumida, única y exclusiva, ante el bien y el mal. El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión (CA, n. 13).

Esta concepción del hombre y la sociedad se deriva del ateísmo que subyace en esta doctrina, pues la negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona.

También en la raíz del individualismo egoísta hay una negación de Dios no menos radical, que aunque muchas veces no se sustente con argumentos teóricos, se afirma siempre en la práctica. Algunos por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforman con una ética meramente individualista [...]. La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extienden poco a poco al universo entero. Esto es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismos y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia (GS, n. 30).

La preocupación de un cristiano “empieza por lo que tiene a su alcance, por el quehacer ordinario de cada día, y poco a poco extiende en círculos concéntricos su afán de mies: en el seno de la familia, en el lugar de trabajo; en la sociedad civil, en la cátedra de cultura, en la asamblea política, entre todos sus conciudadanos de cualquier condición social que sean; llega hasta las relaciones entre los pueblos, abarca en su amor razas, continentes, civilizaciones diversísimas” (San Josemaría Escrivá, Carta, 16 VII 1933, n. 15).

La Doctrina Social de la Iglesia sostiene que en las exigencias del Bien Común el Estado encuentra su fundamento y, a la vez, sus límites (Cfr. GS, n. 74; CA, n. 44). En resumen, cualquier Estado debe crear las condiciones sociales, económicas, culturales, políticas y religiosas que permitan a todos y a cada uno de los ciudadanos alcanzar la perfección que les corresponde en su calidad de personas y en el caso de los creyentes les permita vivir como verdaderos cristianos.

SOLIDARIDAD

La solidaridad es una virtud humana, que de algún modo es raíz de todas las virtudes sociales. En el plano sobrenatural “a la luz de la fe […] tiende a superarse a sí misma, a revestir las dimensiones específicamente cristianas de la gratuidad total, del perdón y de la reconciliación” (SRS, n.39-40: AAS 80 (1980) 566-569).

Las exigencias éticas de la solidaridad requieren que todos -hombres, grupos, comunidades locales, asociaciones y organizaciones, naciones y continentes-, participen en la gestión de todas las actividades de la vida económica, política y cultural, superando la concepción puramente individualista (Cfr. GS, n. 30-32; LC, n. 75: AAS 79 (1987) 586; JUAN PABLO II, Discurso Je Désire a la 68 Sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo (15-VI-1982): AAS 74 (1982) 992 ss.).

Hay un primer sentido filosófico del principio de solidaridad. La solidaridad es una característica de la sociabilidad que inclina al hombre a sentirse unido a sus semejantes y a la cooperación con ellos. El hombre es solidario en la medida en que es social por naturaleza. No es posible que las conductas humanas no afecten de alguna manera al resto de los hombres o de la historia. Somos solidarios en el bien y en el mal. El hombre debe comportarse de acuerdo con esta realidad, teniéndola en cuenta, ya que no vive sólo para sí sino también para los demás, inevitablemente.

El principio de solidaridad permite superar en el plano ético el principio individualista, que niega la sociabilidad del hombre, y el colectivista, que niega la condición de persona. No se trata de una postura intermedia, sino de la simultánea afirmación de la condición social y personal del hombre.

Desde el punto de vista teológico, la misteriosa unidad del género humano debida a una intrínseca solidaridad explica el “encabezamiento” de Adán y la transmisión del pecado original. Ese mismo principio es el que hace posible el “encabezamiento” de Cristo al asumir la naturaleza humana y la posibilidad de su satisfacción vicaria. Otro dato teológico de mayor profundidad es el referido a la “Comunión de los santos”.

Naturaleza

Es uno de los principios vigentes en los diferentes campos de la vida social.
“Según el principio de la solidaridad toda persona como miembro de la sociedad, está indisolublemente ligada al destino de la misma y, en virtud del Evangelio, al destino de salvación de todos los hombres”. “De esta manera [...] se demuestra como uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política” (CA, n. 10).

Contiene varios elementos:

Justicia hacia la parte más desfavorecida en los contratos y en las estructuras,

Caridad cristiana hacia las necesidades de cualquier especie.

Solidaridad no es lo mismo que beneficencia, pero la puede incluir. Es más realista que la teoría del mercado, que supone que las partes están en igualdad de contratación; simplificación desmentida en todas las esferas de la vida, familia, colegio, etc. Si se deja a los hombres a merced de la oferta y la demanda aún suponiendo las nivelaciones de los grandes números, se expone a una gran mayoría de personas al abuso de los más poderosos.

A fines del siglo XIX se dio una justa reacción social contra el sistema de injusticia y daño que pesaba sobre los trabajadores. “La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los hombres del trabajo [...] tenía un importante valor desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de providencia hacia la persona del trabajador” (LE, n. 8).

Es un error considerar el trabajo como una especie de “mercancía”, que el trabajador vende al empresario, poseedor del capital y de los medios de producción (Cfr. LE, n. 8). “Los trabajadores y empresarios deben regular sus relaciones mutuas inspirándose en los principios de la solidaridad humana y cristiana fraternidad” (MM, n. 23).

La Solidaridad, nueva virtud Cristiana, "es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el Bien Común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de la que ya se ha hablado"(SRS, n.38).
Principio de solidaridad y su fundamento en la fraternidad humana

Dios ha querido que el ser humano no sea un verso suelto (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 111) sino que viva y se desarrolle en íntima relación con los demás, como miembro de la sociedad, a la que se halla indisolublemente ligado: el hombre no está destinado sólo a vivir con los demás, sino también a vivir para los demás (Juan Pablo II, Discurso, 6 XII 1980, n. 5).

Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. El cumplimiento de este deber requiere esfuerzo personal constante: “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el Bien Común; es decir, por el bien de todos y de cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos [...]”.

Ser solidarios con los demás, especialmente con los más necesitados, constituye un deber estricto. “En virtud del principio de solidaridad, el hombre debe contribuir con sus semejantes al Bien Común de la sociedad, en todos los niveles. Con ello la Doctrina Social de la Iglesia se opone a todas las formas de individualismo social o político” (LC, n. 73).

“Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también en cuanto miembros de una determinada comunidad”. “La solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvados por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta” (GS, n. 32).

“El ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. [...]. La solidaridad nos ayuda a ver al “otro” -persona, pueblo o nación-, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco costo su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un “semejante” nuestro, una “ayuda” para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios” (SRS, n. 39).

Si se ha entendido bien la relación persona-sociedad y su mutua exigencia esencial, la postura ética que de ella resulta y que es exigida por dicha relación, es la solidaridad.

“Cuando la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, es asumida como categoría moral, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como “virtud” es la solidaridad. Esta no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el Bien Común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (SRS, n. 38).

“En el espíritu de la solidaridad y mediante los instrumentos del diálogo aprendemos a:
- respetar a todo ser humano;
- respetar los auténticos valores y las culturas de los demás;
- respetar la legítima autonomía y la autodeterminación de los demás;
- mirar más allá de nosotros mismos para entender y apoyar lo bueno de los demás;
- contribuir con nuestros propios recursos a la solidaridad social en favor del desarrollo y crecimiento que se derivan de la equidad y la justicia;
- construir unas estructuras que aseguren la solidaridad social y el diálogo como rasgos del mundo en que vivimos” (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1986, n. 5. En Pontificia Comisión “Justicia y Paz”, Agenda Social, C. IV, n.127).

Ejercitar la solidaridad

El ejercicio de la solidaridad no es una quimera o utopía. No puede quedarse en palabras, ha de concretarse en la práctica. Se mide por obras de servicio (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, n. 75).

Quienes gozan de bienes de fortuna son administradores y han de sentir la responsabilidad de hacerlos rendir en beneficio de los demás, especialmente de las personas indigentes. A los ricos de este mundo ordénales que no sean arrogantes y que no pongan su esperanza en las riquezas perecederas, sino en Dios que nos provee de todo con abundancia; que hagan el bien, que se enriquezcan en buenas obras, que sean generosos al dar y hacer a otros partícipes de sus bienes, que atesoren para el futuro unos sólidos fondos con los que ganar la vida eterna (Tim. VI, 17 19). Cada uno ha de buscar el modo concreto de llevar a la práctica este mandato, según sus circunstancias personales, pero sin pretender tranquilizar su conciencia dando una pequeña parte de lo superfluo.

Un problema actual muy grave es la desocupación. Problema moral y no sólo técnico, pues muchas veces el paro proviene de una falsa contraposición entre trabajo humano y capital. La solución a este problema ha de buscarse en la "solidaridad con el trabajo", es decir, aceptando el principio del primado de la persona en el trabajo sobre las exigencias de la producción o sobre las leyes puramente económicas (Juan Pablo II, Discurso a la Organización Internacional del Trabajo, Ginebra, 15 VI 1982, n. 11). Este principio tiene consecuencias éticas inmediatas. Por ejemplo, no es admisible el afán exclusivo de lucro, a cualquier precio (cfr. SRS, n. 37). La prioridad del trabajo sobre el capital impone a los empresarios el deber de justicia de tener en cuenta el bien de los trabajadores antes que el aumento de sus ganancias. Hay obligación moral de no mantener improductivos los capitales y, al invertirlos, proponerse ante todo el Bien Común. Esto exige que se persiga prioritariamente la creación o consolidación de nuevos puestos de trabajo (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22 III 1986, n. 87).

Preocuparse por las necesidades de los demás, colaborar en la resolución de los problemas que la sociedad tiene planteados, es vivir la solidaridad. Es frecuente el error de pensar que basta con “cumplir los deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad parte de la virtud cardinal de la justicia y el sentido de la solidaridad cristiana se concreta también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad” (San Josemaría Escrivá, Carta, 9 1 1932, n. 46).

No se limita el deber de solidaridad a subvenir a las necesidades materiales del prójimo. Es también contribuir a conocer, a descubrir, la verdad. “Una manifestación más de la solidaridad entre los hombres es hacer comunes los conocimientos, participar a los otros las verdades, que hemos llegado a encontrar, hasta constituir así ese patrimonio común que se llama civilización, cultura” (San Josemaría Escrivá, Carta 24 X 1965, n. 17).

El trabajo, la convivencia familiar y las relaciones humanas constituyen una ocasión para ejercitar esta fraternidad. “Buscad, siempre y en todo, pensar bien de los demás; buscad, siempre y en todo, hablar bien de los demás; buscad, siempre y en todo, hacer el bien a los demás (Juan Pablo II, Homilía, 4 IV 1987, n. 6). Cuando estas acciones tan comunes se cumplen con sentido cristiano, estamos fomentando el Bien Común y nos hacemos verdaderamente solidarios con los demás.

Principio de solidaridad y las relaciones internacionales

El deber de solidaridad que rige para las personas, es válido también en la vida de los pueblos: “las naciones desarrolladas tienen el deber urgentísimo de ayudar a las naciones en vías de desarrollo”( GS, n. 26). “Es preciso poner en práctica esta enseñanza conciliar. Si bien es lógico que cada pueblo sea el primer beneficiario de los dones que le otorga la Providencia y de los frutos de su trabajo, ningún pueblo puede, por este motivo, pretender reservarse para uso exclusivo suyo las riquezas de que dispone. Cada pueblo debe producir más y mejor, con objeto de proporcionar a sus componentes un nivel de vida verdaderamente humano; y contribuir, al mismo tiempo, al desarrollo solidario de la humanidad. Frente a la indigencia creciente de los países en vías de desarrollo, debe considerarse normal que un país desarrollado consagre una parte de su producción a la satisfacción de las necesidades de estos países, así como a la formación de educadores, ingenieros, técnicos y científicos, que pongan la ciencia y la competencia profesional al servicio de estos pueblos”( PP, n. 48).

Ciertamente tienen mayores responsabilidades en este terreno los gobernantes de los países desarrollados. Pero todos hemos de tener en cuenta que un modo eficacísimo de vivir la solidaridad con todos los hombres consiste en cumplir acabadamente los propios deberes profesionales, realizar con espíritu de servicio el propio trabajo. Efectivamente, las tareas profesionales también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 702).

Aplicado, no ya a los individuos aislados, sino a los diferentes estratos sociales (en el plano económico), “el ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Éstos, por su parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su parte, los grupos intermedios no han de insistir egoístamente en sus intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás” (SRS, n. 39).

La cuestión social ha adquirido una dimensión mundial y esta realidad posee una valoración moral, “los responsables de la gestión pública, los ciudadanos de los países ricos, individualmente considerados, especialmente si son cristianos, tienen la obligación moral -según el correspondiente grado de responsabilidad- de tomar en consideración, en las decisiones personales y de gobierno, esta relación de universalidad” (SRS, n. 9). La Enc. Sollicitudo rei sociales traduce esta obligación moral como “deber de solidaridad”.

Esta obligación, en el ámbito de países enteros, es decir, como unidades sociales, es urgida de la siguiente manera, “una nación que cediese, más o menos conscientemente, a la tentación de cerrarse en sí misma, olvidando la responsabilidad que le confiere una cierta superioridad en el concierto de las naciones, faltaría gravemente a un preciso deber ético” (SRS, n. 23).

“Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber” (PP, n. 17).

“Un principio elemental de sana organización política que no depende de una determinada concepción del Estado, ni de una particular teoría política, [...], es que los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad, tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención de la autoridad pública”(CA, n. 10).

Solidaridad y caridad

La solidaridad se nutre de la virtud cristiana de la caridad. El amor entregado y desinteresado a los demás, por amor de Dios, es la fuente que vitaliza toda auténtica hermandad entre los hombres. La solidaridad cristiana es virtud que otorga a los hombres la facilidad para comprenderse y ayudarse mutuamente en la construcción de una sociedad informada por el espíritu cristiano.

Por la caridad, los vínculos naturales que unen a los hombres en sociedad quedan reforzados con unos lazos más fuertes y una interdependencia mayor y más elevada. “La caridad anima y sostiene una activa solidaridad, atenta a todas las necesidades del ser humano”( Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, 30 XII 1988, n. 41).

SUBSIDIARIEDAD

El fundamento del principio de subsidiariedad se encuentra en la centralidad del hombre en la sociedad (CA, n. 54). Cada persona humana tiene el derecho y el deber de ser el autor principal de su propio desarrollo (MM, n. 59) pero necesita de la ayuda de los demás para llevarlo a cabo. Por eso, la autoridad ha de procurar establecer unas condiciones de vida que permitan a cada hombre y a cada mujer un desarrollo integral, en todos los ámbitos posibles, fomentando y estimulando las iniciativas personales respetuosas del Bien Común; ha de coordinar y ordenar esas iniciativas en el conjunto del mismo Bien Común; ha de suplirlas y completarlas cuando las necesidades comunes superen las posibilidades de los individuos y de las sociedades intermedias. Pero no debe impedir o suplantar la iniciativa y la responsabilidad de sus miembros.

Naturaleza
“Una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al Bien Común” (CIC, n. 1883. CA, n. 48).

“Así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden social, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por si mismos, y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud de su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos”(QA, n. 79).

“Dios no ha querido retener para Él sólo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Éstos deben comportarse como ministros de la providencia divina”( CIC, n. 1883-1885).

El objeto de este principio es salvaguardar la dignidad de las personas. La causa final es el Bien Común y no la eficiencia. La persona es el ser más digno de la creación. Por lo tanto, ha de favorecerse el desarrollo de la persona en tanto y en cuanto no ponga en peligro el desarrollo de los demás, o sea el Bien Común; y si no puede hacerlo, deben intervenir las sociedades intermedias o el Estado subsidiariamente.

La sociabilidad del hombre se manifiesta en pequeñas agrupaciones (sociedades intermedias) y en la gran sociedad o sociedad política (Estado). Las sociedades, por transmisión de la propiedad de libres de sus integrantes, deben tener libertad de acción. Y sólo cuando por sus esfuerzos no logren el cumplimiento de sus objetivos, la sociedad mayor (que para tales fines suele contar con mayores recursos) podrá actuar subsidiariamente. Esto es, no absorbiendo definitivamente la sociedad inferior y ejerciendo indefinidamente tales actividades, sino, en primer lugar, tomando a cargo la actividad durante un lapso de tiempo (corto y determinado).

Hablamos de suplir, que es diferente de reemplazar. Y, en segundo lugar, durante ese lapso deberá asistir al desarrollo de los particulares para que puedan volver a hacerse cargo de la actividad. Es decir promover.

Toda actividad debe ser realizada por individuos o asociaciones menores y sólo cuando éstos no puedan hacerlo bien, deberá hacerlo una asociación mayor. Cuando intervienen las asociaciones la base es la justicia: dar a cada uno lo que corresponde. Es justo que una sociedad menor haga lo que pueda hacer bien. Es injusto que una sociedad mayor haga lo que una menor puede hacer bien. Es justo que una sociedad mayor haga lo que una sociedad menor no puede hacer.

Este principio se puede desglosar en tres postulados:

1 “La persona y las comunidades menores o grupos sociales deben gozar de la autonomía necesaria para poder realizar por sí mismas los fines y las actividades de las que son capaces.

2 Las comunidades superiores deben ayudar la iniciativa particular de cuantos se desenvuelven bajo su autoridad, sin destruirlos ni absorberlos.

3 Las sociedades superiores deben suplir las deficiencias de las personas y de las comunidades menores, en cuanto su capacidad resulte insuficiente para promover el Bien Común y mientras perdure tal situación” (HERVADA, J., Principios de Doctrina Social de la Iglesia, foll. MC, n. 382, Madrid 1984, p.18).

Principio de subsidiariedad y su fundamento en la libertad humana

La subsidiariedad debe considerarse como complemento de la solidaridad, protege a la persona humana, a las comunidades locales y a los “grupos intermedios” del peligro de perder su legítima autonomía. La aplicación justa de este principio en virtud de la dignidad de la persona humana, garantiza el respeto por lo que hay de más humano en la organización de la vida social (Cfr. QA, n. 203; PT, n. 294; LE: AAS 73 (1981) 616; LC, n. 73: AAS 79 (1987) 586), y salvaguarda los derechos de los pueblos en las relaciones entre sociedades particulares y sociedad universal. Protege al individuo y a los grupos intermedios contra la posible tendencia al “Estado docente”, “benefactor” o “empresario”. Evita que quienes mandan caigan en la tentación de pensar que ellos saben mejor lo que conviene a sus súbditos, y no sólo lo saben, sino que pueden hacerlo mejor. Por otra parte estimula a los ciudadanos a no dejarse llevar por la comodidad que prefiere esperarlo todo de las autoridades, evita la acumulación de poder y respeta la flexibilidad necesaria para la verdadera libertad de elección y por último hace posible la solidaridad sin caer en estructuras socialistas.

“Los individuos, cuanto más indefensos están en una sociedad tanto más necesitan el apoyo y el cuidado de los demás, en particular, la intervención de la autoridad pública”( CA, n. 10); este texto representa el exacto puente del principio de solidaridad con el de subsidiariedad al hablar del apoyo y cuidado y de la intervención “en particular, de la autoridad pública”. De acuerdo con el concepto de autoridad como constitutivo esencial de la sociedad, la subsidiariedad es el modo propio de vivir la solidaridad por parte de la autoridad. Es el modo adecuado de ejercer la autoridad como un deber ético, es decir, como servicio, a la vez que se respetan sus propios límites.

Pongamos el ejemplo paradigmático del padre de familia (desde el punto de vista teológico, el real y originario paradigma sería Dios en tanto que es Padre). El ejemplo es bueno pues al menos el sentimiento de solidaridad está asegurado en la mayoría cuando se trata de la institución familiar, dada la cercanía existencial. Piénsese en los padres autoritarios y permisivos, en los sobreprotectores (“paternalistas”) y despreocupados; en los que ayudan y promocionan a sus hijos, o en los que los sustituyen e inhabilitan, etc.

Lo mismo puede decirse de cualquier persona, organismo, institución o sociedad intermedia respecto de sus inferiores. El carácter esencial de la subsidiariedad es el servicio y la ayuda, la ayuda promocional.

“El principio de subsidiariedad precisa la articulación entre persona y comunidad. Según este principio, toda sociedad organizada debe poner a los hombres en condición de participar personalmente en la edificación de la comunidad [...] Así aparece el sentido de la extraña palabra "subsidiariedad": en ella se reconoce el término latino subsidium, que significa ayuda”( SCHOOYANS, M, La dignidad de la persona humana: principio básico de la doctrina social de la Iglesia, en el XII Simposio Internac. de Teología, Pamplona, Abril de 1991).

Principio de subsidiariedad y Estado

Toda sociedad humana ha tenido siempre, pues lo requiere la condición de los hombres, algún tipo de gobierno que regule y coordine las actividades de sus miembros. Este gobierno ha variado con los lugares y los tiempos hasta llegar a formas muy complejas en el Estado moderno, que ha extendido enormemente su esfera de acción. Sin embargo, no puede olvidarse que “la sociabilidad del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales, como provienen de la misma naturaleza humana, tienen su propia autonomía, sin salirse del ámbito del Bien Común”(CA, n. 13).

De acuerdo con el principio de subsidiariedad, el Estado “tiene la incumbencia de velar por el Bien Común y cuidar que todas las esferas de la vida social, sin excluir la económica, contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto debido a la justa autonomía de cada una de ellas”(CA, n. 11). La misión del Estado es la de fomentar, ayudar y, cuando sea preciso, suplir la iniciativa de los ciudadanos (esto último provisoriamente, con la idea de fomentar la iniciativa correspondiente).

“Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que [...] toda la solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al contrario, se insiste varias veces sobre los necesarios límites de la intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo, la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos”(CA, n. 11).

“El principio de subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional”(CIC, n. 1885).

Una sobreprotección por parte del Estado (lo mismo que el autoritarismo) terminarían destruyendo la responsabilidad social y, por ende, la verdadera solidaridad.

“No han faltado excesos y abusos que, especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese Estado del bienestar, calificado como Estado asistencial. Deficiencias y abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de subsidiariedad”(CA, n. 48).

Nunca deberá olvidarse que el deber moral de la solidaridad es un presupuesto anterior al principio de subsidiariedad; “otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad”(MM, n.55). El Estado ha de garantizar la expansión de la libre iniciativa de los particulares, “salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona humana. Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada persona corresponde de ser normalmente el primer responsable de su propia manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las actividades de producción”(MM, n.55).

En efecto, cuando la solidaridad, responsabilidad o sentido cívico no existe, los suple una desconfianza mutua entre quien detenta la autoridad y los inferiores, que hacen imposible la recta aplicación de la subsidiariedad.

Principio de subsidiariedad y las relaciones internacionales

El principio de subsidiariedad regula también las relaciones entre los poderes públicos de las comunidades políticas singulares y el poder público de la comunidad mundial (PT, n. 48. En este contexto, se entiende por poder público de la comunidad mundial el conjunto de organismos que, con una mayor o menor eficacia, son capaces de influir en el entramado de las relaciones recíprocas de las naciones. Tras alentar a los gobiernos nacionales a la creación y desarrollo de este tipo de instituciones, el Magisterio ha puesto de manifiesto que los poderes públicos de la comunidad mundial deben afrontar y resolver los problemas de tipo económico, social, político y cultural que exige el Bien Común universal; problemas que, por su envergadura, complejidad y urgencia, los poderes públicos de las comunidades políticas singulares no se hallan en grado de resolver de una manera adecuada (Ibíd.). De modo semejante a lo que ocurre en el interior de una nación, los poderes públicos de la comunidad mundial no tienen la finalidad de limitar la esfera de acción de los poderes públicos de las comunidades políticas singulares, y tanto menos sustituirles; tienen en cambio la misión de contribuir a la creación a nivel mundial de un ambiente en el que los gobiernos nacionales, los ciudadanos respectivos y los cuerpos intermedios puedan desarrollar sus funciones, cumplir sus deberes y ejercer sus derechos con mayor seguridad (Ibíd.).

“Así como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas relacionados con el Bien Común universal en el orden económico, social, político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos”( PT, n. 140-141).

De todo esto se desprende la responsabilidad que tienen todas las naciones, especialmente las más desarrolladas, de contribuir a crear y fomentar este tipo de estructuras supranacionales que puedan facilitar el desarrollo y el progreso económico y social de los diversos pueblos.

La familia y la enseñanza

Los órganos estatales han de vivir el principio de subsidiariedad, de modo particular, en todo lo que se refiere a la familia. La familia y la sociedad cumplen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre. La sociedad, y más específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es "una sociedad que goza de un derecho propio y primordial y, por tanto, con respecto a la familia están obligados a atenerse al principio de subsidiariedad.

En virtud de tal principio, el Estado no puede ni debe sustraer de las familias aquellas funciones que éstas pueden desarrollar bien por sí mismas, ya sean solas o asociadas libremente. El Estado debe más bien favorecer positivamente y solicitar al máximo la iniciativa responsable de las familias. Convencidas de que el bien de las familias constituye un valor indispensable e irrenunciable de la comunidad civil, las autoridades públicas deben hacer lo posible para proporcionar a las familias todas aquellas ayudas necesarias económicas, sociales, educativas, políticas, culturales para afrontar de manera humana todas sus responsabilidades”( Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22 XI 1981, n. 45).

Este principio encuentra especial aplicación en el campo de la enseñanza, pues es deber del Estado facilitar a las familias y sociedades intermedias la creación y gestión de instituciones educativas que estén de acuerdo con los ideales formativos, éticos y religiosos de los padres. “El poder público, a quien corresponde amparar y defender las libertades de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva debe procurar distribuir los subsidios públicos de modo que los padres puedan escoger con verdadera libertad, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos”( Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, n. 6, 40).

Se trata de un derecho fundamental, que la autoridad pública tiene el deber de respetar y proteger mediante leyes apropiadas (Cfr. FC, n. 22). “Es una gran equivocación, fruto quizá de la mentalidad deformada de algunos, pretender que la enseñanza [...] sea un derecho exclusivo del Estado: primero, porque esto lesiona gravemente el derecho de los padres y de la Iglesia (cfr. Pío XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, 31 XII 1929); y además, porque la enseñanza es un sector, como muchos otros de la vida social, en el que los ciudadanos tienen derecho a ejercitar libremente su actividad, si lo desean y con las debidas garantías en orden al Bien Común” (San Josemaría Escrivá, Carta, 2 X 1939, n. 8.).

Interpretaciones erróneas del principio de subsidiariedad

Tanto el Liberalismo que sostiene que todo ha de ser realizado por los particulares, como el Marxismo para el que todo ha de ser desarrollado por el Estado conculcan este principio.

PARTICIPACIÓN

El Bien Común resulta de la intervención activa de todos los ciudadanos en la constitución del orden social; no es una estructura estática, ajena a la conducta de cada persona, sino que requiere el empeño exigente por parte de todos a fin de corregir los males que aquejan a la sociedad y promover de manera efectiva el progreso social. En este contexto, se entiende por participación, la actuación libre y responsable de todos a fin de procurar de modo efectivo el Bien Común(GS, n. 75).

Mientras que el principio de subsidiariedad ampara el derecho de los individuos y de las sociedades intermedias frente al posible abuso de poder por parte del Estado, el principio de participación espolea a los ciudadanos a rechazar el encerrarse en sí mismos y a preocuparse del Bien Común. Esto es posible mediante una colaboración activa, justa, proporcionada y responsable de todos los miembros y sectores de la sociedad, en el desarrollo de la vida económica, política y cultural, para la construcción y funcionamiento de un orden justo.

Naturaleza

Todos los hombres, por el hecho de poseer la misma naturaleza y dignidad, tienen derecho a constituir asociaciones con fines honrados, llevar a cabo actividades que contribuyan al Bien Común, e intervenir de acuerdo con sus posibilidades y su vocación individual en la administración y gobierno de la sociedad.
“Es plenamente conforme a la naturaleza humana que se encuentren estructuras jurídico políticas que ofrezcan cada vez mejor a todos los ciudadanos, sin discriminación alguna, la posibilidad efectiva de participar libre y activamente en la elaboración de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, en el gobierno de los bienes públicos, en la determinación del campo de acción y de los límites de los diferentes organismos, y en la elección de los gobernantes” (GS, n. 75).

Puesto que la sociedad se nutre de esta intervención de sus miembros, es preciso defender los cauces que permitan a todas las personas participar en la vida social, sin trabas ni dificultades. El principio de participación asegura que las comunidades naturales y las asociaciones puedan actuar con libertad frente a cualquier forma de monopolio, y fomenta el ingenio creador del hombre, la fuerza vital de los grupos sociales intermedios, y las formas de pluralismo social que brotan espontáneamente en la sociedad.

La participación es un derecho fundamental de la persona humana, necesario para garantizar un pluralismo justo en las instituciones e iniciativas sociales. Ocupa un puesto predominante en el desarrollo reciente de la enseñanza social de la Iglesia. Su fuerza radica en el hecho de que asegura la realización de las exigencias éticas de la justicia social. Es el camino adecuado para conseguir una nueva convivencia humana. En él se encuentra la motivación permanente para favorecer la mejora de la calidad de vida de los individuos y de la sociedad en cuanto tales (Cfr. PT; AAS 55 (1963) 278; GS, n. 9, 68; SRS, n. 44: AAS 80 (1988) 576-577). Se trata de una aspiración profunda del hombre que manifiesta su dignidad y su libertad en el progreso científico y técnico, en el mundo del trabajo y en la vida pública (Cfr. MM: AAS 53 (1961) 423; OA, n. 15: AAS 73 (1981) 617; LC, n. 86: AAS 79 (1987) 593).

Asegura especialmente mediante la separación real entre los poderes del Estado el ejercicio de los derechos del hombre, protegiéndole igualmente contra posibles abusos por parte de los poderes públicos. Ninguno puede ser excluido de esta participación en la vida social y política por razón de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión. El mantenimiento del pueblo al margen de la vida cultural, social y política, constituye en muchas naciones una de las injusticias más clamorosas de nuestro tiempo. Cuando las autoridades políticas regulan el ejercicio de las libertades, no deben limitarlas jamás bajo pretexto de orden público y de seguridad. Ni el pretendido principio de la "seguridad nacional", ni una visión restrictivamente económica, ni una concepción autoritaria de la vida social, deben prevalecer sobre el valor de la libertad y sus derechos (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 22-III-1986, n. 95).

La participación en la construcción de un orden social justo enriquece a la persona, que se sabe colaboradora en el perfeccionamiento de la sociedad. Se percibe como sujeto activo del Bien Común, del desarrollo y progreso de su pueblo y, por tanto, solidaria con sus semejantes en la tarea de construir la ciudad terrena. “Con libertad, y de acuerdo con tus aficiones o cualidades, toma parte activa y eficaz en las rectas asociaciones oficiales o privadas de tu país, con una participación llena de sentido cristiano: esas organizaciones nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres” (San Josemaría Escrivá, Forja, n. 717).

Una particular trascendencia reviste la participación de católicos bien formados, coherentes con su fe siempre con libertad y responsabilidad personales en las tareas políticas de las que depende el futuro de la sociedad. Todos hemos de tener verdadera preocupación por los problemas de la sociedad en la que vivimos, y contribuir a resolverlos en la medida de las posibilidades de cada uno.

“Es esencial que todo hombre tenga un sentido de participación, de tomar parte en las decisiones y en los esfuerzos que forjan el destino del mundo. En el pasado, la violencia y la injusticia han arraigado frecuentemente en el sentimiento que la gente tiene de estar privada del derecho a forjar sus propias vidas. No se podrán evitar nuevas violencias e injusticias allí donde se niegue el derecho básico a participar en las decisiones de la sociedad” (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1985, n. 9. En Pontificia Comisión “Justicia y Paz”, Agenda Social, C. IV, n. 140).

“El hombre, como tal, lejos de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin” (Mensaje por radio en la Víspera de Navidad, 1944. En Pontificia Comisión “Justicia y Paz”, Agenda Social, C. IV, n. 145). “Es necesario estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes” y, “para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos que integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás” (GS, n. 31).

Entre las exigencias evangélicas de transformación de los hombres, está la de promover la participación: “Sea cual fuere el tipo de trabajo, el trabajador debe poder vivirlo como expresión de su personalidad” (LC, n. 86).

Participación y empresa

En algunos casos, dada la situación de degradación en que se encuentra el trabajador, es urgente restituirle su dignidad, haciéndole participar realmente en la labor común; “se debe tender a que la empresa se convierta en una comunidad de personas en las relaciones, en las funciones y en la situación de todo el personal”. Es conveniente “que los obreros [...] aporten su colaboración para el eficiente funcionamiento de la empresa” (MM, n. 77). “A los trabajadores hay que darles una participación activa en los asuntos de la empresa donde trabajan”; se “debe tender a que la empresa sea una auténtica comunidad humana, cuya influencia bienhechora se deje sentir en las relaciones de todos sus miembros y en la variada gama de sus funciones y relaciones” (MM, n. 91). “Las relaciones mutuas entre empresarios y dirigentes, por una parte, y los trabajadores, por otra, lleven el sello del respeto mutuo, de la estima, de la comprensión y, además, de la leal y activa colaboración e interés de todos en la obra común” (MM, n. 92).

Los trabajadores pueden participar en la gestión y control de la productividad de las empresas a través de las asociaciones adecuadas. Por medio de ellas, pueden influir en las condiciones de trabajo, de remuneración, así como en la legislación social. Pío XI propone la participación de los obreros en la administración de la empresa y en la percepción de beneficios (Cfr. QA, n. 65). Sin embargo, su sucesor, Pío XII considera que “el propietario de los medios de producción debe permanecer dueño de sus decisiones económicas” (IBÁÑEZ LANGLOIS, JOSÉ MIGUEL, Doctrina Social de la Iglesia, Ediciones Universidad Católica de Chile (1988), p. 165). Juan Pablo II realiza “propuestas que se refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en la gestión o en los beneficios de la empresa”( LE, n.14).

Concepción orgánica de la vida social

Como consecuencia de lo que se ha dicho, no se comprende adecuadamente una sociedad ordenada, sin una concepción orgánica de la vida social. Este principio exige que la sociedad se base, por una parte, en el dinamismo interno de sus miembros -que tiene su origen en la inteligencia y en la voluntad libre de las personas que buscan solidariamente el Bien Común- y, por otra, en la estructura y en la organización de la sociedad constituida no sólo por cada persona libre, sino también por sociedades intermedias que van integrándose en unidades superiores, partiendo de la familia, para llegar, a través de las comunidades locales, de las asociaciones profesionales, regionales y de los Estados, a los organismos supranacionales y a la sociedad universal de todos los pueblos y naciones (Cfr. QA: AAS 23 (1931) 203; MM: AAS 53 (1961) 409-410-443; PABLO VI, Enc. Populorum progressio (26-III-1967), n. 33: AAS 59 (1967) 273-274; OA, n. 46-47: AAS 63 (1971) 433-437; Cfr. GS, n. 30-31).

La concepción tecnicista y mecanicista de la vida y de la estructura social constituye un peligro real que amenaza a la dignidad de la persona, a la libertad individual y a las libertades sociales, y no deja margen suficiente al desarrollo de un humanismo verdadero. En no pocas naciones el Estado moderno se transforma en una máquina administrativa gigantesca que invade todos los sectores de la vida, sumiendo al hombre en una situación de temor y angustia que produce su despersonalización (Cfr. PIO XII, Radiomensaje navideño, Levate capita vestra (24-XII-1952): AAS 45 (1953) 37).

Son, por tanto, necesarios los organismos y las múltiples asociaciones privadas que reservan el espacio debido a la persona y estimulan el desarrollo de las relaciones de colaboración, en subordinación al Bien Común; sin embargo, para que estos organismos sean auténticas comunidades, sus miembros deben ser considerados y respetados como personas y llamados a participar activamente en las tareas comunes (Cfr. MM: AAS 53 (1961) 416). Un camino seguro para conseguir esta meta consiste en asociar trabajo y capital y en dar vida a corporaciones intermedias (Cfr. LE, n. 14: AAS 73 (1981) 612 ss.).

El actual fenómeno de la multiplicación de las relaciones y de las estructuras sociales a todos los niveles, derivadas de libres decisiones y encaminadas a mejorar la calidad de la vida humana, no puede ser acogido sino positivamente, dado que permite lograr la realización de la solidaridad humana y favorece la ampliación del marco de las actividades materiales y espirituales de la persona.
Por Pbro Dr. Jorge A. Palma