viernes, 10 de marzo de 2017

EL MATRIMONIO religioso LGTTIBQ : según el rito y la liturgia conocida como : “Adelphopoiesis”, un rito de unión para dos personas del mismo sexo practicado en iglesias cristianas medievales. ..


De acuerdo con el libro Same-sex unions in premodern Europe (‘uniones homosexuales en la Europa premoderna’, 1994), de John Boswell, los mártires cristianos del siglo IV Sergio y Baco se unieron bajo el ritual de la adelfopoiesis.
Es bueno tener memoria…:
Adelphopoiesis proviene del griego ἀδελφός (adelphos) “hermano” y ποιῶ (poio) “yo hago”, literalmente “hacer hermanos”.
Pocas personas conocen la existencia de un ritual católico con ese extraño nombre. Realmente, ese ritual existió desde la época paleocristiana hasta el siglo XIV. Según dicen, se trataba de una unión religiosa entre parejas del mismo sexo, sobre todo entre varones.
Por supuesto que la Iglesia actual que es incapaz de negar lo evidentemente histórico, alega que se trataba de una unión con significado tan solo fraternal entre una pareja de hombres, aunque muchos historiadores como John Boswel la definieron como un auténtico matrimonio con todas sus consecuencias sociales y sexuales.
Una posibilidad para lxs hermanxs LGTTBIQ cristianos, entre silencio y discusiones entre historiadores, la discusión está ahí y es innegable la historia....
El movimiento LGTTIBQ cristiano tiene en este rito antiguo una esperanza que les hace pensar en hay un Dios comprensivo que no hace diferencia entre las personas. También les reconforta el hecho de que en los primeros tiempos del cristianismo, quizás los más auténticos, fueron comprendidos y reconocidos.
Pero no hay que olvidar que actualmente también existen muchos sectores, entre ellos algunas iglesias que piensan que ese rito tan solo era un ritual de hermanamiento y amor sin connotaciones sexuales. ( digamos)...
Que el Vaticano reconozca una ceremonia católica que uniera en matrimonio religioso a los homosexuales o LGTTIBQ sería algo imposible de pensar. Pero sucedía....saquémonos las vendas de los ojos por favor...!!!!!
Grabados antiguos avalan el rito de adelphopoiesis, como el de Basilio, más tarde emperador bizantino Basilio I el Macedonio (867-886) con Juan, hijo de Danielis, rica viuda en la ciudad de Patras. (la miniatura ilustra la crónica del historiador bizantino Juan Skylitzes y que se encuentra en la Biblioteca Nacional en Madrid)
La adelphopoiesis, fraternitas iurata u ordo ad fratres faciendum es una ceremonia practicada por varias iglesias cristianas durante la Edad Media e inicios de la Época Moderna en Europa para unir a dos personas del mismo sexo.
Por eso para quienes, en su jerarquía dentro de alguna iglesias cristianas, niegan la posibilidad del matrimonio y el de recibir bendiciones es bueno traerles a la memoria este estudio.
Adelphopoiesis en la iglesia occidental

En la Iglesia Católica Apostólica Romana (ICAR), los sacerdotes rara vez participaban en los matrimonios hasta bien entrada la Época Moderna, ya que no fue introducida hasta el Concilio de Trento y la ejecución efectiva fue mucho más tardía en algunos países. El tema de las uniones y algunos otros hechos hablan en contra de que el rito de la adelphopoiesis, en latín ordo ad fratres faciendum, tuviera una gran implantación en Occidente. Sin embargo se practica, en parte,
todavía en las llamada Iglesia Católica Antigua.

Si no era en el marco de una misa y ante un sacerdote, los “hermanos - conyuges” juraban de todas formas sobre un altar y lo anunciaban a la comunidad en la puerta de la iglesia. Pero más que el juramento, era el enterramiento común lo que daba una vertiente religiosa al “parentesco artificial”. De la extensión de esta práctica son testigo los cementerios ingleses e irlandeses, en los que se pueden encontrar numerosos enterramientos con los nombres de dos hombres. Las
inscripciones son a menudo una muestra del cariño que se tenían: “El amor los unió en la vida. Que la tierra los una en la muerte”.

Una de las fuentes más tempranas que describe el rito en el occidente latino es el escrito de propaganda anti irlandesa Topographica Hibernica de Giraldus Cambrensis (hacia 1146-1223). Se trata de una exageración satírica que trata de imputar a los irlandeses la perversión del rito cristiano con elementos paganos:
Entre los muchos engaños de su hostil manera de ser, una es especialmente instructiva. Bajo la pretensión de religión y paz, se reúnen con el hombre con el que se quieren hermanar = unir en un lugar sagrado. Primero realizan una alianza espiritual [compaternitatis foedera]. Luego, se transportan el uno/a al otro/a tres veces alrededor de la iglesia y ante el altar, en presencia de las reliquias de los santos, se realizan promesas. Finalmente, se les une indivisiblemente con la celebración de una misa y los rezos de un/a ministro clerical, como si se tratase de una boda. Pero al final del todo, para asentar más su amistad y para finalizar las cosas, cada uno bebía la sangre del otro: esto lo copiaron del rito de los paganos, que emplean la sangre para cerrar un juramento. Cuan a menudo, en ese momento de la boda, esos violentos y falsos hombres derraman sangre de forma tan maliciosa y hostil, que el uno o el otro ¡quedan sin sangre alguna! Cuan a menudo sigue a los desposorios una separación sangrienta en esa hora inesperada, se le adelanta o la interrumpe en forma inaudita.
Doscientos años después de la polémica de Geraldus sobre los ritos de hermanamiento irlandeses, se encuentra el siguiente texto en una crónica oficial de los años de la guerra civil sobre el primer encuentro de Eduardo II de Inglaterra y Piers Gaveston: Cuando el hijo del rey lo vio, sintió tanto amor que realizó un hermanamiento con él y se decidió resolutamente ante todos los mortales a entrelazar una liga indisoluble de amor con él.
Ese tipo de descripciones tenían un modelo en la Biblia, concretamente en David y su “hermano” Jonatán: “Apenas David terminó de hablar con Saúl, Jonatán se encariñó con él y llegó a quererlo como a sí mismo. Saúl lo hizo quedar con él aquel día y no lo dejó volver a la casa de su padre. Y Jonatán hizo un
pacto con David, porque lo amaba como a sí mismo”. 1º Libro de
Samuel, 18.
También la literatura mundana elevó el amor entre dos hermanos de sangre al ideal romántico. Esto lo demuestran innumerables obras, que, en parte, contenían relatos populares, como la historia de Horn y su hermano jurado Ayol, Adam Bell, el romance entre Floris y Blancheflour, el Guy of Warwick o la balada de Bewick y Graham.

Otro ejemplo es la versión de Amys y Amylion realizada por un sacerdote en latín antes del siglo XIV. Amys y Amylion, siendo una mezcla de literatura religiosa y secular, es una saga popular que se ha encontrado en diversas culturas desde la India hasta el Atlántico.
En su versión cristianizada trata de dos hermanos de sangre que lucharon para Carlomagno y que tras su muerte fueron enterrados por separado. Pero en el transcurso de la noche los cadáveres se movieron hacia el otro y a la mañana siguiente se les encontró acostado uno al lado del otro.
De forma similar a la inscripción funeraria mencionada más arriba, la historia comenta “Así como Dios los había unido en vida a través de la armonía y el amor, así no quiso que estuviesen separados en la muerte”.

Debido a la relativa uniformidad con la que fue empleada la fórmula, se puede suponer que se trata de una referencia al Evangelio según san Mateo, donde Jesucristo funda la indivisibilidad del matrimonio con las palabras: “Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” ( Mateo, 19).
El rito del hermanamiento o adelphopoiesis = union ha ganado en relevancia entre los historiadores que se ocupan de la historia de la homosexualidad en los últimos años, ya que ha modificado la imagen que se tenía de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna. John Boswell tomó la institución como demostración de que el cristianismo no siempre fue homófobo en su libro Same-Sex Unions in Premodern Europe (Uniones homosexuales en la Europa premoderna), también publicada como The marriage of likeness (Las bodas de la semejanza). J. Boswell da el texto y la traducción de una serie de versiones de esta ceremonia en griego y la traducción para una serie de versiones en slavónico.
Personajes históricos que se unieron por Adelphopoiesis
Un ejemplo sería el emperador bizantino Basilio I el macedonio (867-886) que se unió con Juan, el hijo de una rica viuda de la ciudad de Patras. De su unión existe incluso un grabado de la época que se conserva en la Biblioteca nacional de Madrid.
Otro caso es el de los santos San Baco y San Sergio que también fueron unidos por dicho rito. Pero además de estos dos ejemplos hay muchísimas más parejas bendecidas por la Iglesia de entonces, cuyas historias son verdaderas
historias de amor entre hombres y mujeres como ser Perpetua y Felicitas, Perpetua nacida en la nobleza, conversa. Esposa y madre. Fue martirizada con su servidora y amiga y otros mártires.

En el siglo IV se leían las actas de estas santas en las iglesias de Africa. El pueblo les profesaba una estima tan grande que San Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura.
Parejas martirizados.
La mayoría de estas parejas fueron martirizadas por los emperadores o sus gobernadores, pues consideraron su conversión al cristianismo como traición contra el imperio.
Entre estos mártires se encuentran: los oficiales romanos San Nearco y San Polieucto; los dos San Teodoros (oficiales romanos de diferente categoría, pero amantes al fin); San Felipe y San Bartolomé, y San Jorge y San Demetrio (quienes al menos artísticamente formaron pareja, aunque no existen referencias escritas de “algo más”).

También se incluyen Santa Felícitas y Santa Perpetua, la primera esclava y la segunda noble romana, de las que se señala su gran masculinidad guerrera y su intrínseca unión sentimental.
Desde luego que los tiempos cambian, las celebraciones y tradiciones también. En diferentes naciones, el matrimonio ha sido igualado.

Gran Prelado y Centinela de la Fe - SOHR

viernes, 10 de febrero de 2017

SIGLO XX: EL PROCESO DE SUSTITUCIÓN DE LO SACRO

Si se excluyen las diversas posiciones de filósofos cristianos —desde el tomismo a las corrientes inspiradas en el agustinismo—, la religión continúa siendo la gran ausente en el pensamiento filosófico occidental del siglo xx. Bergson significó, en el primer tercio del siglo, un cierto renacer del espiritualismo, pero teoréticamente el filósofo francés no llegó nunca a la afirmación de un Dios personal.
El neoidealismo —tanto el anglosajón de un Bradley como el italiano de Croce o Gentile— se mueven siempre en la reducción hegeliana de religión a filosofía. Tanto Croce como Gentile consideraban que el cristianismo no podía hacer ningún mal —al contrario— a la gente sencilla, pero sostenían que el que sabe no tiene más remedio que «no ser cristiano». El neoidealismo es una gnosis.
Positivismo y neopositivismo (con sus derivaciones posteriores de filosofía analítica, filosofía del lenguaje, etc.) siguen dependiendo a la vez —aunque por complejos vericuetos— de Comte y de Kant. Se dice: sólo hay ciencia y verdad de lo empíricamente verificable; es así que la existencia de Dios no es verificable con los métodos de las ciencias naturales, luego las cuestiones religiosas no son ni verdaderas ni falsas; simplemente carecen de sentido.
De la actitud hacia la religión de la otra extensa familia filosófica y política que se confiesa marxista no es preciso decir mucho. Ni Rosa Luxemburgo, ni Lukács, ni Gramsci, ni Althusser, ni Fromm, ni Schaff (por citar sólo algunos nombres) han variado nada de la posición primitiva y constante de Marx. Lo más que se ha podido conceder es que el fenómeno religioso persiste, pero su explicación se hace en clave exclusivamente humana.
El existencialismo es ateo por principio en Sartre, arreligioso en Heidegger, vagamente panteísta en Jaspers. Marcel intentó, desde su conversión, una combinación de existencialismo y sentido religioso.
El tema de la «muerte de Dios» —ya anunciado a su modo por Hegel— fue recogido, en otro contexto, por Nietzsche y a través de él se ha perpetuado en pensadores de calidad variada, políticamente diversa, tanto en una especie de neoanarquismo —Cioran, por ejemplo— como en el intento de formación de una «nueva derecha» de signo paganizante.
De los últimos años, el estructuralismo —tanto en Lévi-Strauss como en Foucault o en Lacan— se basa en la no aceptación de lo religioso, ni siquiera como hipótesis. Después de «la muerte de Dios», se habla de la «muerte del hombre», reducido a ser «cosa entre cosas». Se intenta incluso romper con la idea de un «sentido de la historia» que, para estos autores, no es más que un residuo inútil del cristianismo.
Si se excluye a Heidegger y a otros existencialistas, ninguno de los mejores filósofos del siglo xx ha dedicado la más mínima atención al tema de lo sagrado. El estudio de lo sagrado ha sido relegado —como análisis de un fenómeno— a la psicología social, a la sociología religiosa y a la historia de las religiones. De ordinario, se parte del presupuesto —exquisitamente filosófico— de que lo sagrado es una creación humana, sin más. Incluso cuando se habla de la necesidad de lo sagrado o de su inevitabilidad, se hace desde una perspectiva de simple comprobación de hechos. No se tiene en cuenta el hecho de que millones de personas se refieren a lo sacro en una perspectiva muy distinta, en un nivel no reducible a lo social. Esto no parece importar demasiado. Cuando se parte de la afirmación de que lo supra-humano no tiene derecho a la existencia, incluso millones de comportamientos se ven privados de valor.
Estos distintos tipos de filosofía —en la segunda mitad del siglo xx quedan tres: marxismo, neopositivismo y existencialismo— viven sobre todo en la esfera académica y comparten su dominio con un agnosticismo que silencia los temas religiosos. Esta situación, que se prolonga desde hace más de un siglo, ha hecho que cientos de miles de universitarios de las ramas de filosofía, historia, sociología, psicología, lingüística, etc., hayan sido instruidos en la inoperancia práctica de la religión, dando por descontada su irrelevancia teórica. Si se tiene en cuenta que de estas universidades han surgido, en muchos países, la casi totalidad de los políticos, una buena parte de los informadores (prensa, radio, televisión) y la totalidad de los profesores en los diferentes niveles de enseñanza, se comprenderá el proceso de descristianización; cabe incluso extrañarse de que este proceso no haya sido más extenso e intenso.
Una explicación sociológica de la pervivencia de lo religioso reside en el hecho de que la cultura «superior» ha llegado y sigue llegando sólo a pequeños estratos de la población. En los niveles de enseñanza primaria y media, por un lado, algunos maestros no se habían formado con profesores desacralizadores; por otra parte, sienten un natural respeto hacia la religión «para los niños», la misma idea de la que participaban Croce, Gentile y muchos otros intelectuales descreídos pero no fanáticos; por último, tenían que respetar los legítimos deseos de los padres que han estado y están, mayoritariamente, a favor de que los hijos tengan una enseñanza y una práctica religiosa.
Se ha dejado para el último lugar —en orden, no en importancia— la continua tarea evangelizadora de la Iglesia católica y de otras confesiones cristianas. Aun en contra de las tendencias dominantes en el pensamiento filosófico, la Iglesia ha continuado dirigiéndose al hombre común, a las familias. La Iglesia —sabiéndose a contracorriente (como era obvio por lo menos desde mediados del siglo xIx)— insiste en su dimensión sobrenatural, e incluso cuando los hombres parecen embriagados de Progreso, sabe decir que tampoco el Progreso —por muchos bienes que traiga— puede ser el ídolo.
Sin embargo, hacia mediados de los años sesenta se opera un cambio. Algunos teólogos influyentes y, poco a poco, una parte de los eclesiásticos proponen adaptar el contenido de la fe cristiana a las principales corrientes filosóficas (marxismo, existencialismo, positivismo) o a lo que se suponía que eran resultados perpetuos de algunas ciencias humanas y sociales, como el psicoanálisis. A la vez, y de una forma rapidísima, el rito religioso es «normalizado», «humanizado», abajado a la total comprensión, desprovisto de su naturaleza de expresión del misterio. Sin pretenderlo —en algunos casos— parecía que se estaba verificando la posición ya defendida por Feuerbach: de que la religión no hace más que celebrar —con el nombre de Dios—la «divinidad» del género humano. El sacerdote dice con frecuencia que lo importante es estar reunidos; falta a veces la referencia última y fundamental: que la reunión tiene sentido porque en ella se adora a Dios, se le da culto.
Tenemos así que, en muchos casos, la «práctica» religiosa coincidía con lo que, sobre ella, habían escrito, teoréticamente, filósofos del siglo xx y sociólogos o historiadores de las religiones. Insistimos en que estos filósofos podrían aparecer —a un siglo o medio siglo de distancia— como vaticinadores de un proceso que entonces no se había iniciado o no estaba en fase avanzada. En realidad, ese proceso se agudizó en fechas recientes —los años sesenta siguen siendo un buen punto de referencia— porque se pusieron los medios para hacer coincidir la fe cristiana con lo que se estimaba lo más importante del «mundo moderno» (expresión que tuvo su momento de gloria precisamente en esos años; la intención original era muy distinta: se quería insistir en algo cierto: que nada de lo que resultase valioso en «el mundo moderno» podía estar en contradicción o pugna con la fe cristiana; que la fe cristiana no sólo podía, sino que debía, «asumir» —término también de esos años— esas conquistas, como lo había hecho en otras épocas).
El «mundo moderno» era, fundamentalmente, dos cosas: el progreso de las ciencias como explicadoras de los «enigmas del Universo» y el progreso de la democracia, o un régimen político basado en el respeto de los derechos humanos y de las libertades civiles.
Las circunstancias históricas en las que se dieron las principales conquistas (cuestiones disputadas entre ciencia y religión, abatimiento del ancien régime que se decía identificado con la religión), dio al mundo moderno un carácter racionalista, liberalizador y antirreligioso. Todo se podía incluso concentrar en un solo concepto: antidogmático igual a antitotalitario. Las creencias religiosas podían conservarse, como algo subjetivo e irracional, mientras no contrariasen las verdades científicas; los creyentes podían ser considerados ciudadanos, pero sólo en virtud de que, entre todos los derechos humanos, se podía incluir también el derecho a la libertad religiosa. Sin embargo, en el momento en el que la religión se presentase como única verdad, como absoluto, estaba ya en contra de la ciencia y de los principios democráticos.
No sabemos hasta cuándo tendrá que pagarse el malentendido ocasionado por las circunstancias en las que germinó la mentalidad «moderna». Pero, prescindiendo de esto, es preciso hacer ver la compatibilidad —es más, la intrínseca coherencia—entre libertad y religión. La libertad religiosa es un derecho, no para conseguir la paz social, sino porque no es propio de la religión obligar a la religión, como ya escribió Tertuliano. Quiere decir esto que lo dogmático no se identifica con lo fanático; que la afirmación de un Absoluto no está en contradicción con la ciencia. Cuando no se piensa así, se están confundiendo los planos. Incluso considerada humanamente, la religión es una explicación global, completa y definitiva sobre el sentido de la vida y del hombre. En ese plano no puede estar en contradicción con ciencia alguna, porque ninguna ciencia (ni la suma de todas; concepto por lo demás difícil: ¿cuándo se sabe que se ha llegado a todas?) tiene respuesta sobre la totalidad.
Se tiende a pensar que la afirmación de un Absoluto (algo exigido por la verdadera religión) lleva consigo la imposición de un Absoluto. Ahora bien, esto es una falacia, algo que se toma de los modelos políticos totalitarios. La religión, que no es política en modo alguno, afirma un Absoluto y a la vez reafirma la libertad del hombre para abrazarlo o no. Entre la verdad y el error, el hombre tiene que decidirse por la verdad, pero afirmando al mismo tiempo que ha de ser buscada y alcanzada en libertad.

Ese es el drama: el hombre tiene necesidad de un Absoluto triunfante. Después de varios siglos de racionalismo queda claro que lo racional —lo funcional, lo cartesiano— no basta. El hombre necesita entregarse a un Absoluto, es decir, a una forma de religión. Cuando no encuentra la religión verdadera, «diviniza» lo que encuentra: la misma ciencia, un tipo de política, una ideología, un estilo de vida.

jueves, 12 de enero de 2017

SIGLO XIX: LA CONSTRUCCIÓN DEL ATEÍSMO

Aunque no existe ninguna historia sociológica de la descristianización de Europa, no parece aventurado afirmar que se trató —desde finales del siglo xvii- de un movimiento intelectual. Contamos con un comentarista interesado, pero lúcido, de esta historia: Karl Marx. En unas páginas célebres de La sagrada familia, Marx se preocupa de hacer la historia de los antecedentes del materialismo histórico. «Existen dos tendencias en el materialismo francés: una tiene su origen en Descartes; la otra, en Locke. La segunda tiende, principalmente, al desarrollo de la cultura francesa, y desemboca directamente en el socialismo; la otra, el materialismo mecanicista, se pierde en las verdaderas ciencias naturales francesas. Ambas tendencias se entrecruzan en el curso de su desarrollo»1.
La ascendencia cartesiana puede sonar a extraña. Es sabido cómo Descartes se consideraba un buen católico; es más, todo el principio de la filosofía cartesiana (y el principio en Descartes es fundamental) se basa en el postulado de que Dios no puede permitir que nos engañemos. Y, sin embargo, no hay que desdeñar esta interpretación marxiana: Descartes «prestó a la materia una fuerza autocreadora y consideró al movimiento mecánico como su acto vital. Descartes separó completamente su física de su metafísica. En su física la materia es la sustancia única, la única razón del ser y del conocimiento»2. Marx se refiere a la separación cartesiana entre res extensa y res cogitans, es decir, a la anulación implícita de la metafísica realista. Como se sabe, después de esa separación, Descartes encontrará pro-
' K. MARX, F. ENGELS, La sagrada familia, Ed. Claridad, Buenos Aires 1973, p. 143.MARX, La sagrada..., p. 143.
blemas para unir el cuerpo con el alma. No será difícil después, para los materialistas posteriores, prescindir del alma: «El materialismo mecanicista francés se aferró a la física de Descartes, por oposición a su metafísica. Sus discípulos fueron antimetafísicos de profesión, es decir, físicos. Esta escuela comienza con el médico Leroy, alcanza su apogeo con el doctor Cabanis, y el doctor Lamettrie es su centro»3. Lamettrie, como es sabido, es el autor de L'homme machine: el hombre —como los animales para Descartes— es sólo una máquina compleja; su explicación ha de quedar confiada a la física (a las ciencias naturales), excluyéndose por completo la metafísica.
El panorama ha sido trazado por Marx de forma rápida, pero sustancialmente acertada. La metafísica cartesiana encontró, al mismo tiempo, otros oponentes en Gassendi y en Hobbes: «Gassendi y Hobbes triunfaron sobre su adversario, precisamente en el momento en que éste reinaba como un poder oficial en todas las escuelas francesas»4. Se vuelve, claramente, a los materialistas antiguos (Demócrito, Epicuro), que Marx conocía bien por haber hecho sobre ellos su disertación doctoral.
Según Marx, Hobbes desvela el materialismo que estaba implícito en Francis Bacon, el autor del Novum Organum. Los prejuicios teístas que aún quedaban en Bacon fueron «pulverizados» por Hobbes; «como sólo lo material puede ser objeto de la percepción y del saber, nada sabemos de la existencia de Dios; sólo es cierta mi propia existencia»5.
Hobbes es sustituido, en esta fundación gnoseológica del materialismo, por Locke. Este construye, disfrazado con una filosofía del sentido común, «un sistema positivo y antimetafísico»6.
Por otro lado, estaba la influencia de Pierre Bayle, que Marx señala también como aquel que «hizo perder teóricamente todo
MARX, La sagrada..., p. 143.MARX, La sagrada..., p. 144.MARX, La sagrada..., p. 146. Marx, como de costumbre, simplifica, pero no se puede ya poner en duda el materialismo implícito en Hobbes.
K. MARX, La sagrada..., p. 145. Cfr. T. MELENDO, J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano, Emesa, Madrid 1978, pp. 78-79: «Como según Locke nunca se pueden superar los contenidos de la experiencia, toda la filosofía del Ensayo se orienta al materialismo,
el mérito a la metafísica»7. El diagnóstico es interesante, y no menos es la relación con la postura de Feuerbach: «del mismo modo que Feuerbach, combatiendo la teología especulativa, fue empujado a combatir la filosofía especulativa precisamente por haber reconocido en la especulación el último apoyo de la teología (...), así Bayle, experimentando dudas religiosas, empezó a dudar de la metafísica que sirve de sostén a la fe»8.
La historia del pensamiento no se puede resumir en pocas líneas. Pero no tiene, por otro lado, nada de extraño que una serie de intentos orientados hacia lo mismo —la afirmación de la materia como única realidad— dieran los mismos resultados. Marx silencia aquí, significativamente, a Kant, el filósofo que intentó fundar una nueva ética —en modo alguno materialista—, el que «tuvo que limitar la ciencia para hacer un sitio a la fe», a una fe pietista.
Interesa recordar que la mayor parte de los pensadores influyentes en Europa desde principios del XVIII son materialistas o deístas y se sabe que «al menos para el materialismo, el teísmo no es sino un modo cómodo e indolente de librarse de la religión»9. Será Hegel quien, considerándose el acabamiento y perfeccionamiento de la filosofía, creerá superar la distinción materialismo-espiritualismo, devolviendo al Espíritu (Idea, Absoluto, Universal concreto) la primacía. Pero de los discípulos de Hegel arranca precisamente la mayor tarea antimetafísica, ya en pleno siglo XIX, aunada, como quería Marx, a una tarea antirreligiosa o anticristiana. La izquierda hegeliana (los hermanos Bauer, Stirner, Strauss, Ruge, Engels, Marx) operará la definitiva materialización de la filosofía.
El jefe indiscutido de esta izquierda —al menos al principio— fue L. Feuerbach. Cuando en 1841 publica La esencia del cristianismo, «todos nos hicimos feuerbachianos», escribió Engels. ¿Qué pretendía Feuerbach? Descubrir el ateísmo implícito en el sistema de Hegel, descubrir lo esencial del cristianismo a la vez que el papel positivo desarrollado por la fe cristiana para
7. MARx, La sagrada..., p. 144. Sobre este autor, cfr. T. ALVIRA, P. BAYLE : Pensamientos diversos sobre el corneta, Emesa, Madrid 1977.MARx, La sagrada..., pp. 144-145.MARx, La sagrada..., p. 147. He hecho un análisis detallado de estos temas en El humanismo marxista, Rialp, Madrid 1978.
enriquecer lo natural-exclusivamente-humano. En otras palabras, Feuerbach es un drástico asertor de la reducción humanista de cualquier religión. Pero esa reducción no significa, para él, que el cristianismo sea absolutamente falso: es verdadero en cuanto ha supuesto una desvelación de la realidad humana. El secreto de la teología es la antropología, pero la antropología tiene que «agradecer» que la teología (la religión) haya desarrollado tan profundamente lo humano.
Feuerbach es un filósofo profesional, de amplia erudición. Rastreando en la filosofía idealista alemana (a la que por lo demás él mismo pertenecía) descubre en Kant un precedente de la reducción hegeliana de concebir la esencia de Dios como equivalente a la esencia de la Humanidad. Esta es quizá la primera afirmación neta de un fenómeno luego muchas veces citado: la secularización. No es indiferente la actitud de Feuerbach en este campo, ya que su influencia pasa a Marx y a través del marxismo (y del comunismo, socialismo, etc.) a la cultura de los siglos xIx y xx, al mundo en el que vivimos.
Cuando la izquierda hegeliana hace su aparición con el libro de Strauss Vida de Jesús (1835), probablemente no se desea llegar a tanto. El mismo Strauss, en una obra de 1872 (La antigua y la nueva fe), se plantea la pregunta célebre: «¿Somos aún cristianos?». La respuesta estaba en la pregunta: «no somos ya cristianos». Pero Strauss no quiere acabar del todo con la religión; construirá un panteísmo de acuerdo —en algunos trazos— con la corriente científica más en boga por aquellos años: el darwinismo10
10 Para una idea breve, pero profunda, de Strauss, cfr. T. URDANOZ, Historia de la filosofía, IV, BAC, Madrid 1975, pp. 422-428, con una amplia bibliografía. Cfr. también la explicación de FEUERBACH, pp. 428-440. Feuerbach es identificado como el «iniciador del llamado humanismo naturalista y ateo que abrió el camino al materialismo dialéctico de Marx» (p. 428).
Y es que no es posible separar la madeja de oposiciones a la religión cristiana (y a toda religión: esto se vería más tarde) que se da hacia finales del siglo XIx. Paralelamente a la izquierda hegeliana, trabajan en ese sentido el evolucionismo, el positivismo y el neopositivismo. La «alta cultura» se hace arreligiosa con el método de fundar «científica y críticamente» la imposibilidad de la fe. Este es el ambiente que se respira en muchas Universidades y el que, a través de la universidad, va a transmitirse al resto de las estructuras educativas. La ciencia moderna, cuyo progreso se pensaba entonces unilineal, continuo y ascendente, habría desvelado finalmente «los enigmas del Universo», según la fórmula de Haeckel. Dios está destronado, por innecesario. Si acaso se le podía consentir que funcionase como rey constitucional: reinando, pero no gobernando.
Feuerbach lanzará a la opinión pública —aunque tardaría tiempo en convertirse en tópico— que es el sentimiento de dependencia el verdadero fundamento de la religión; el hombre, al sentirse dependiente, «construye» un objeto trascendente; pero ese objeto no es más que la naturaleza o el mismo hombre. El hombre más religioso es el que experimenta con más fuerza la dependencia; cuanto menos ponga en él, más pondrá en Dios (idea que está en la base del concepto marxista de alienación).
Si colocamos como fecha significativa el año 1859 (cuando aparece El origen de las especies, de Darwin, y Contribución a la crítica de la economía política, de Marx), el panorama filosófico europeo presentaba estas corrientes principales: los ya citados Strauss, Feuerbach y Bruno Bauer; el anarquismo de Max Stirner (muerto en 1856) o de los rusos Alexander Herzen y Michail Bakunin; el pesimismo de Schopenhauer, con una fama creciente en los salones; Nietzsche, etc. Sólo en Francia, Italia y España —entre otros países-- se podía hablar de espiritualismo, pero con expresiones filosóficas carentes de fuerza, en muchos casos, y que no sirvió, sino en escasa medida, para contrarrestar la crítica a la religión que se traslucía directa o indirectamente de la moda filosófica.
En definitiva, hay que repetir que la historia sociológica de la descristianización fue, en gran parte, una historia intelectual, un movimiento que contrariaba las bases populares, que permanecían fieles a la religión en su sentido propio. En el término de varias décadas —desde 1850 a 1890— una parte importante de la clase dirigente europea mantenía ya que la religión era un residuo, sólo comprensible porque la ciencia no había llegado aún a alcanzar el puesto al que estaba destinada.
Hacia finales del xIx se han cristalizado ya la mayoría de los partidos socialistas, que adoptan una visión cientista del mundo y del hombre, con la más completa exclusión de la religión. No eran aquellos tiempos en los que el socialismo decía admitir la libertad religiosa entre sus afiliados; durante varias décadas, la afiliación socialista era —como heredera en este punto del radicalismo liberal— una afiliación cientista. En la sombra de todo este proceso está Feuerbach, a pesar de que su papel es hoy casi desconocido, salvo entre especialistas.
Feuerbach no es un autor antirreligioso explícito; se anticipa a las versiones —más propias del siglo xx que del xIx— que pretenden presentar lo auténticamente religioso hablando sólo de lo humano. «Yo no he hecho sino delatar el secreto de la religión cristiana, desgarrar el tejido dementiras y engaños, lleno de contradicciones, de la teología. Si, pues, mi libro es negativo, irreligioso, ateo, reflexiónese que el ateísmo (en el sentido al menos que este libro lo entiende) es el secreto de la religión misma; que la religión, en su verdadera esencia, no cree en otra cosa más que en la verdad y en la divinidad del ser humano»11

11 FEUERBACH, La esencia del cristianismo, prólogo a la 2.a ed., citado en URDANOZ, Historia de la filosofía, p. 439, nota 32.

jueves, 15 de diciembre de 2016

Historia y teología de la Navidad

Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños...

1. Introducción
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que conservan mayor repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas de la sociedad, impregnando todas sus dimensiones: recetas culinarias, adornos, belenes, obras de teatro, villancicos, películas de cine (tan numerosas, que han dado lugar a un género específico), actividades para niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa, por lo que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la contemplación orante del misterio.
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños ni una celebración periódica del misterio de la infancia. La Navidad es algo más profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la Navidad no es solo recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado en nuestra historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1), primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)». (Directorio, 106).
2.         El lugar de la Natividad
2.1       Belén
Es lícito suponer que las primeras manifestaciones de culto al misterio de la Natividad surgieran en el mismo lugar donde los evangelios la sitúan. Según la profecía de Miqueas, recogida por san Mateo, el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David (cf. Miq 5,1; Mt 2,6). Los evangelios no entran en detalles. San Mateo solo habla de la ciudad y san Lucas especifica que María «acostó [a su hijo] en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). La literatura cristiana ha desarrollado el simbolismo del pesebre, para subrayar la pobreza voluntariamente asumida por Cristo.
Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde nació Jesús. Con la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador Adriano, el año 135, ordenó plantar encima un bosque sagrado en honor de Adonis. Pero los creyentes locales nunca perdieron memoria del lugar. San Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición. Otros testimonios indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año 248 que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el pesebre en el que fue depositado».
Tal como narra Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, el año 326, santa Elena hizo construir una preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y conservando un acceso a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529, el emperador Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus reyes y la adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran. En la fachada se pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el arco gótico que la sustituyó en época cruzada y la pequeña puerta que se adaptó en siglos posteriores, para que los turcos no pudieran entrar a caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la necesaria humildad para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de Unamuno tiene una preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de Belén, que dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, / achícame, por piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar».
Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de Cristo. A partir de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de peregrinos a Tierra Santa influyó en la extensión de las fiestas que conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al regreso a sus lugares de origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían visto.
2.2       Evocación de Belén en Roma
También por influencia de los peregrinos, en muchos lugares se construyeron capillas en honor de Sancta Maria ad praesepium, donde se conmemoraba el nacimiento del Señor en la pobreza de Belén. En Roma se levantó una en el Esquilino, en la que se expuso un pesebre de madera. La tradición dice que es el pesebre de Belén, llevado a Roma por san Jerónimo. Algunos creen que fue llevado en tiempos del Papa Teodoro (s. VII) para librarlo de la profanación de los sarracenos y otros por los cruzados (s. XII).
El Papa Liberio († 366) la incorporó dentro de una Basílica en honor de santa María de las nieves. Después del concilio de Éfeso (431), Sixto III la reedificó, llamándola de santa María la Mayor. De esa época son los mosaicos que decoran el arco triunfal, con escenas de la vida de la Virgen y de la infancia de Cristo. Con el pasar del tiempo, se convirtió en la iglesia de Navidad en Roma. Nicolás IV (Papa franciscano † 1292) encargó los mosaicos del ábside y de la fachada, así como las figuras del Belén, obra de Arnolfo di Cambio, que se conserva en el museo de la Basílica y que es el primero conocido de esculturas exentas.
Los mosaicos colocados a ambos lados de la nave central recuerdan la historia de la humanidad como una gran procesión hacia el Redentor, cuyo nacimiento debería estar representado en el centro del arco triunfal. Sin embargo, en su lugar se encuentra solo un trono vacío. De este modo, la procesión de la historia se ve arrastrada hacia abajo, donde hay una cripta con la cuna de Belén. El trono se halla vacío porque el Señor ha descendido al establo, para estar con los hombres.
3.         Origen de las fiestas navideñas
La celebración de Navidad el 25 de diciembre está documentada en Roma en el cronógrafo del 354, compuesto el año 336. Varios datos permiten suponer que la fiesta es más antigua, incluso anterior a la paz de Constantino. Por su parte, la Epifanía es de origen oriental, como su nombre indica. Está documentada desde el s. II entre los basilidianos gnósticos de Alejandría, que conmemoraban el bautismo del Señor. A lo largo del s. IV la asumieron casi todas las iglesias orientales, con diversos contenidos: nacimiento de Jesús, adoración de los Magos, bautismo en el Jordán y milagro de Caná, principalmente. Pronto se produjo un intercambio entre ambas fiestas y se introdujo la Navidad en Oriente y la Epifanía en Occidente, respetándose las fechas originales de ambas y celebrándolas como dos momentos del mismo misterio.
Los latinos usaron el nombre de Natalis Domini para su fiesta del 25 de diciembre. En ella subrayaron la fe en la encarnación del Señor, la debilidad libremente asumida por Cristo al tomar nuestra condición (la apparitio Domini in carne). Los griegos, por su parte, usaron los nombres de Epifanía y Teofanía para su fiesta del 6 de enero. En ella subrayaron la revelación de la gloria de Cristo y de su divinidad en distintos acontecimientos.
Varias realidades coincidieron en el surgimiento de la Navidad: las saturnales, los cultos de Mitra, la fiesta del Natalis (Solis) Invicti, la teología simbólica de los Padres y la oposición a las primeras herejías cristológicas. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre cuál fue la más influyente en este proceso.
3.1       Las saturnales
Eran fiestas romanas en honor del dios Saturno (el Chronos griego). Comenzaban el 17 del décimo mes (diciembre), con un sacrificio en su templo del foro y un banquete, en el que podía participar todo el pueblo. Duraban siete días, durante los cuales había espectáculos de gladiadores, disfraces y juegos de azar. También se suavizaban las obligaciones de los siervos y esclavos, que eran admitidos a comer en la mesa de sus señores y recibían regalos. Ya que las fiestas obligaban a todos y los cristianos eran minoría, éstos pudieron aprovechar la ocasión para celebrar a Jesucristo, que libera de la esclavitud, regala su propia vida y sienta a su mesa a los creyentes, convirtiéndose en su alimento (al contrario de Saturno, que devoraba a sus propios hijos).
3.2       Los cultos mistéricos de Mitra
El 25 de diciembre celebraban su nacimiento de una roca, en una cueva, con una antorcha encendida en una mano. Inmediatamente fue adorado por unos pastores. Con el tiempo, Mitra fue identificado con el sol y llamado Deus Sol Invictus Mitra. Casi no se conservan textos de esta religión. Solo restos arqueológicos y referencias de los Santos Padres de la Iglesia, por lo que cualquier conjetura al respecto es difícil de demostrar, a pesar de los numerosos libros y artículos que se publican dando por supuesto lo contrario.
3.3       Los cultos solares
Más clara parece la relación del Natalis (Solis) Invicti en el surgir de la Navidad. En esto coinciden muchos autores, aunque no hay unanimidad. Al llegar el solsticio de invierno, los romanos celebraban grandes festejos en honor del sol, especialmente en su templo del Campo Marzio en la Urbe. El emperador Aureliano (270-275) decretó la obligación de celebrar la fiesta en todo el imperio. La fecha estaba muy bien escogida. De hecho, en el hemisferio Norte, a medida que avanza el otoño, los días son cada vez más cortos y fríos, y las noches más largas. En cierto momento, la tendencia se invierte, las horas de luz van creciendo y los rayos del sol ganan fuerza, hasta que las noches son más cortas que los días. En la parte occidental del imperio romano, el solsticio de invierno se celebraba el 25 de diciembre.
Los romanos creían que, desde el principio de los tiempos, las tinieblas hacían guerra al Sol para arrebatarle su poder benéfico sobre la Tierra. La noche previa al solsticio, parecía que las tinieblas alcanzaban su máximo poder y que la pervivencia del sol (y con él, de la vida) estaba en peligro. Por eso, el 24 de diciembre encendían hogueras en las puertas de sus casas y junto a las murallas, para ayudar al sol en su batalla contra las tinieblas. Cuando amanecía, se postraban para adorar al astro rey, que ascendía victorioso un año más. La fiesta, llamada Natalis (Solis) Invicti, continuaba con intercambios de regalos, comilonas y borracheras.
Estas costumbres estaban tan arraigadas, que todavía san León Magno († 461) denuncia a los que continuaban realizando gestos de veneración al sol en Navidad: «Antes de pisar la basílica de san Pedro […], suben las escaleras que llevan a lo alto de la plaza, vuelven allí su cuerpo hacia el sol naciente, e inclinando la cabeza, hacen reverencia al brillante disco» (Sermón 27 in nativitatem). Gesto que él reprueba, considerándolo incompatible con la participación en la misa. Se conservan varios testimonios de los Santos Padres que condenan los abusos que se realizaban en esos días, invitando a los cristianos a meditar la Palabra de Dios, a la oración y a la limosna, como verdaderas prácticas de Navidad. San Agustín contrapone los regalos, fiestas en los teatros y borracheras de los paganos, a las limosnas, oraciones y ayunos de los cristianos (Sermón 198,2). San Gregorio Nacianceno insiste en lo mismo: «No pondremos guirnaldas en los zaguanes, ni organizaremos danzas, ni adornaremos las calles […]. Nosotros debemos gozar con la Palabra de Dios y con las explicaciones correspondientes a la fiesta de hoy» (Sermón 38,4-6).
Estas cosas no sucedían solo en las provincias occidentales del imperio. Casi todos los pueblos de la antigüedad consideraron al sol como un dios benéfico. Con motivo de su ciclo anual, también en Oriente había fiestas aunque, por el uso de calendarios diversos, celebraban el solsticio el 6 de enero, como testimonia san Epifanio de Salamina, a mediados del s. IV: «Ocho días antes de las kalendas de enero, los idólatras griegos celebran una fiesta que los romanos llaman saturnalia, los egipcios kronia, los alejandrinos kikellia. En efecto, el octavo día antes de las kalendas de enero significa una ruptura, ya que en ese día cae el solsticio y el día comienza de nuevo a alargarse y la luz del sol brilla durante más tiempo».
Con estos precedentes, no debe extrañar que, entre los formularios litúrgicos más antiguos para Navidad y Año Nuevo, se encuentren los de la missa ad prohibendum ab idolis, es decir: misa para apartar a los fieles del culto a los ídolos. Los primeros cristianos transformaron lentamente las fiestas invernales en honor del sol hasta convertirlas en fiestas en honor de Cristo, luz del mundo y salvador de los hombres, tomando del ambiente cultural algunos elementos simbólicos, como la victoria de la luz y el calor sobre las tinieblas y el frío. Muchos villancicos hacen referencia al frío del invierno, para indicar el sufrimiento libremente asumido por Cristo.
3.4       Simbolismo cósmico e historia
El simbolismo solar puede ser una buena ayuda a la hora de expresar la dimensión cósmica de nuestra fe, pero los contenidos de la Navidad no se explican únicamente a partir de esas referencias, ni mucho menos a partir de las antiguas fiestas paganas en honor del sol. El simbolismo cósmico ayuda a comprender el acontecimiento histórico de la encarnación, pero nunca puede suplantarlo. El cristianismo no cree en mitos intemporales, sino en la manifestación de Dios en la historia. Lo novedoso del cristianismo es que Dios ha entrado en nuestra historia, se ha dejado ver, oír y tocar (cf. 1Jn 1,1-3). En Navidad, la Iglesia celebra el amor de Dios, que ha enviado su Hijo al mundo para salvar a los hombres del pecado y hacerlos hijos suyos. Por eso, las fiestas de la manifestación de Cristo tienen el mismo significado en los países mediterráneos del hemisferio norte, donde surgieron, que en los países del Ecuador o en los del hemisferio sur, que celebran la Navidad en verano. Más aún: la celebración de la Navidad en el mundo entero, independientemente de su relación con la estación invernal, indica que la fe cristiana va más allá de los condicionamientos geográficos o culturales. La liturgia hace referencias a los ciclos de la naturaleza, pero solo por su relación con los episodios históricos de la vida de Cristo, que son la clave última de interpretación de toda la obra de Dios, también de la Creación, ya que «todo fue creado por medio de Él y para Él» (Col 1,16). Por lo que todo (también los ciclos de la naturaleza) encuentra su sentido último en Él.
3.5       La teología simbólica de los Padres
Éste es el motivo por el que no deben ser despreciadas las explicaciones de la teología simbólica de los Padres sobre el origen de la fiesta. Según una tradición judía, recogida por san Agustín y otros autores, Dios creó a Adán el 25 de marzo (inicio de la primavera e inicio del año hebreo, que coincidía con la Pascua según Ex 12,2). En la misma fecha habrían tenido lugar los principales acontecimientos de la historia de Israel, por lo que también en esa fecha se esperaba la manifestación del Mesías, como se puede ver en el tratado hebreo de Rosh Hashanah: «El mundo fue creado en el mes de Nisán y en Pascua nacieron los patriarcas, al inicio del año Sara, Raquel y Ana recibieron la visita de mensajeros celestes, José salió de la prisión, cesó la esclavitud de nuestros padres en Egipto; y en el mes de Nisán llegará la redención futura».
Hoy, estos razonamientos pueden resultar extraños, pero para la tradición judía son muy importantes, porque manifiestan la unidad de toda la historia de la salvación, en la que la creación, la alianza y la redención final son distintas etapas del eterno proyecto de Dios. De hecho, hasta el presente, los israelitas celebran cuatro noches en la Pascua: la de la creación, la de la alianza con Abrahán, la de la salida de Egipto y la de la futura venida del Mesías. Por este motivo, desde antiguo, los Padres pusieron en relación la creación del mundo, el nacimiento de Cristo y su muerte redentora. Algunos autores hacen coincidir el nacimiento y la muerte; otros, la concepción y la muerte, situando el nacimiento nueve meses después.
Los Padres también ponen en relación el nacimiento de Cristo, en el solsticio de invierno, con el nacimiento de san Juan Bautista, en el solsticio de verano, ya que entre ambas fechas se dan los seis meses de diferencia que señala san Lucas (1,26). Así, Juan Bautista habría sido concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Por su parte, Jesús habría sido concebido en el equinoccio de primavera y nacido en el solsticio de invierno. De esta manera queda subrayado el simbolismo de Cristo, luz del mundo. San Agustín, comentando la frase del Bautista «Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), hace notar el significado místico del texto, que se cumple al nacer san Juan en el momento en que los días disminuyen y Jesús cuando los días comienzan a alargar, dando a entender que la misión del Bautista habría de terminar cuando comenzara la del Señor. De esta manera, los Padres interpretaban que Cristo da sentido a toda la Creación (cf. Col 2,10).
Posiblemente, éstas no sean explicaciones históricas fiables sobre la fecha del nacimiento de Cristo, pero tuvieron gran importancia en la elección del 25 de diciembre para celebrar la Navidad. Además, ayudan a comprender el sentido que la Iglesia primitiva daba a esta fiesta. También recuerdan que el nacimiento del Señor está en referencia con su muerte y resurrección, de la que alcanza su sentido último. Ratzinger siempre defendió esta postura en sus escritos, como puede verse aquí: «El punto de partida para la fijación de la fecha del nacimiento de Cristo lo constituye, sorprendentemente, la fecha del 25 de marzo […]. Hoy resultan insostenibles las antiguas teorías según las cuales el 25 de diciembre había surgido en Roma en contraposición al culto de Mitra, o también como reacción cristiana ante el culto del sol invicto, promovido por los emperadores romanos del s. III como intento de crear una nueva religión imperial. Lo más decisivo fue la relación existente entre la creación y la cruz, entre la creación y la concepción de Cristo […]. Partiendo de este contenido, originalmente cósmico, de la fecha de la concepción y nacimiento de Jesús, el desafío del culto al sol pudo ser aceptado e incluido de forma positiva en la teología de la fiesta» (J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, 147-149).
Una vez elegido Pontífice ha conservado la opinión, enriqueciéndola de nuevas referencias: «El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra. En la cristiandad, la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del Sol invictus, el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado» (Audiencia General, 23-12-2009).
3.6       Las primitivas herejías cristológicas
Finalmente, no podemos olvidar el surgimiento de las primeras herejías cristológicas y la oposición de la Iglesia a las mismas, por medio de sus concilios y de su liturgia. Para algunos, ésta sería la causa principal del surgimiento de la Navidad. Otros no la consideran su origen, pero sí el motivo de su rápida difusión. Lo que está claro es que la profundización de la fe en los escritos de los Padres, y su definición en los concilios, influyó definitivamente en los textos litúrgicos.
Con la celebración de la manifestación del Hijo de Dios en la carne, se subrayaba el realismo de la encarnación, en la que se realiza el eterno proyecto de salvación, que se revelará plenamente solo en la muerte y resurrección del Señor. De hecho, la finalidad principal de la Navidad no es tanto conmemorar el aniversario del nacimiento de Cristo cuanto celebrar que el Verbo se ha hecho carne para salvar a los hombres.
4.         Primeras reflexiones sobre la encarnación
4.1       Época apostólica
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como Kyrios (traducción del Adonai hebreo, forma de nombrar a Dios en la versión griega de la Biblia). No ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos, profundizando en la verdad revelada.
Ya en el s. I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso fueron llamados docetas. Los apóstoles reaccionaron con energía contra estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo (cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3).
La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss). Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos de Dios ha asumido nuestra sarx, nuestra realidad concreta, débil y limitada.
También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en Él, les hace hijos de Dios (cf. Jn 1,12ss).
Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el Evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia, aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero también como clave de comprensión.
4.2       Época patrística
Aunque parecía que el peligro de una comprensión sesgada del misterio de Jesús había sido superado, se presentó con nuevas variantes. En el s. II surgió el adopcionismo, que sostenía que Cristo (el Hijo eterno de Dios) había descendido sobre Jesús (un hombre histórico y concreto) y se había aposentado en su cuerpo, como en un templo, cuando fue bautizado en el Jordán. Cristo habría hablado y actuado entre los hombres usando el cuerpo humano de Jesús, que abandonó en el momento en que éste fue crucificado. En resumen, creían que el que enseñó e hizo milagros fue el Cristo de Dios, pero el que nació de María y murió en la Cruz fue el hombre Jesús.
Por el contrario, viendo en la encarnación el fundamento de la redención, los Santos Padres proclaman constantemente que no está sanado lo que no ha sido asumido por Cristo. Por eso confiesan unánimes que Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios, nacido de María Virgen. Él, asumiendo nuestra condición, vivió una vida en todo igual a la nuestra (excepto en el pecado), sin dejar de ser Dios. Lo recuerda Melitón de Sardes († 180 ca.) en su homilía pascual, donde pone en relación la encarnación y la Pascua, al afirmar que el Hijo de Dios vino del cielo a la tierra en beneficio de los hombres, para salvarlos de la situación doliente en que los había dejado el pecado: «El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro». Por su parte, san Hipólito († 235) añade: «Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición […]. Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento». San Atanasio († 373) insiste en el realismo de la encarnación, en clara polémica con los herejes: «Tenía que parecerse en todo a sus hermanos y asumir un cuerpo semejante al nuestro […]. Estas cosas no son una ficción, como algunos juzgaron; ¡tal postura es inadmisible! Nuestro Salvador fue verdaderamente hombre, y de Él ha conseguido la salvación el hombre entero […]. El cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro».
San Gregorio Nacianceno († 389) lo desarrolla con firmeza, uniendo de nuevo la encarnación y la pasión como dos momentos de una misma obra salvadora: «Él asume mi carne para dar la salvación al alma creada a su imagen y para dar la inmortalidad a la carne […]. Tuvimos necesidad de que Dios asumiera nuestra carne y muriera, para que nosotros pudiéramos vivir». San Agustín († 430) expone la misma fe en diálogo con el lector: «Estarías muerto para siempre si Él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca habrías sido librado de la carne del pecado si Él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Nunca habrías vuelto a la vida si Él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte». Se pueden encontrar textos similares en todos los Padres. La liturgia recoge varios.
Una vez superado el adopcionismo, surgió una nueva herejía, que esta vez negaba la plena divinidad de Jesucristo: el arrianismo. Según Arrio († 336), el Verbo sería la primera y más excelsa criatura de Dios, mediador de la posterior creación, que se encarnó en el vientre de María para salvar a los hombres, pero que no era de naturaleza plenamente divina. Más tarde, los nestorianos se manifestaron contrarios a llamar Theotokos a María, porque la consideraban madre de Cristo, pero no del Hijo de Dios.
Todas estas desviaciones tienen un origen común: querer asimilar el misterio de Jesús a los mitos paganos sobre semidioses, originados por la unión entre una divinidad y un ser humano, dando lugar a seres medio humanos y medio divinos. Por el contrario, los Padres (siguiendo la enseñanza bíblica) afirman unánimemente que Jesucristo es totalmente Dios y totalmente hombre, su ser Dios no quita nada a su ser hombre. Esto no tiene nada que ver con los mitos paganos de semidioses generados por la divinidad.
4.3       Los primeros concilios de la Iglesia
Se convocaron para responder a esas doctrinas y otras similares, explicando la fe apostólica y las enseñanzas de los Santos Padres. Los Concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451) fijaron con claridad la fe de la Iglesia: Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de la misma naturaleza que el Padre en lo que concierne a la divinidad, de nuestra misma naturaleza en lo que concierne a la humanidad, engendrado antes del tiempo por el Padre y nacido en el tiempo de la Virgen María. No dos personas distintas, sino una sola persona, con dos naturalezas (la humana y la divina).
El resultado más importante de estos concilios fue la formulación del símbolo niceno-constantinopolitano, el Credo que une a todos los cristianos en la confesión de la divinidad y de la humanidad de Jesucristo. La formulación del Credo no surgió como una novedad. Al contrario, fue el esfuerzo de la Iglesia por preservar la originalidad de la fe cristiana en la encarnación libre de contaminaciones posteriores: «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios” (1Jn 4,2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: “Él ha sido manifestado en la carne” (1Tim 3,16)» (Catecismo 463).
Como es natural, las clarificaciones de la doctrina sobre la encarnación influyeron en la evolución de la liturgia de la Iglesia y en los textos celebrativos de la Navidad, así como en la rápida difusión de la fiesta en todas las Iglesias locales. Además del Credo, la liturgia conserva hasta el presente numerosos textos que confiesan la fe católica, tal como se formuló en los primeros concilios. De especial belleza es el prefacio II de Navidad: «Cristo, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado».

AUTOR: P. Eduardo Sanz de Miguel, OCD